Se repite, con ese tono de “todo tiempo pasado fue mejor”, que los estudiantes “de ahora” no entienden lo que leen, que no escriben párrafos coherentes –por no decir ensayos–, que su pobreza de vocabulario es alarmante –ni hablar de ortografía–, y que ese deterioro de las habilidades lingüísticas afecta, obviamente, sus capacidades de análisis en todas las materias, según lo corroboran las pruebas nacionales e internacionales y la preocupación de sus maestros, desde el preescolar hasta la universidad.
Este adelgazamiento de “capas simbólicas”, tan alarmante como la pérdida de capas de ozono, que suele atribuirse a los dispositivos “inteligentes”, es una preocupación compartida, más allá de las aulas. Dado que la relación entre lenguaje y pensamiento no ha sido reemplazada aún por ninguna “nueva tecnología”, lo que está en juego es la complejidad del pensamiento con las consecuencias que ya vemos en ámbitos privados y públicos. Sin embargo, para evitar lugares comunes, conviene mirar los contextos políticos, económicos y culturales en los que se dan esas tensas relaciones entre oralidad, lectura y escritura.
En Colombia, el bajo desempeño lector, compartido con la mayoría de los países latinoamericanos, impacta no solo la parte visible del iceberg, que son las evaluaciones, sino la capacidad para aprender a lo largo de la trayectoria educativa y durante toda la vida. La lectura y la escritura, y la calidad de la lengua en la que estas se sustentan, permiten a los humanos descifrar problemas, hacerse preguntas, buscar información en diversos soportes, expresar ideas, crear y argumentar y seguir (o cuestionar) instrucciones, desde las más sencillas hasta las más complejas. En estas capacidades, que van más allá de la alfabetización instrumental y que se ejercitan desde la infancia, está la clave del desarrollo humano, y también la del desarrollo de los países.
Resulta evidente –y se constata a diario en escenarios educativos, laborales o ciudadanos– que el capital simbólico está mal repartido en Colombia y que esa brecha invisible es causa, y consecuencia a la vez, de un perverso círculo de desigualdad. El ejemplo más reciente se vio en el cierre escolar por la pandemia, que hizo perder a muchos niños y niñas aquel tiempo crucial para el acercamiento a la lectura y la escritura, que comienza en la educación inicial y se extiende a la básica. Esa pérdida, sin embargo, afectó con más rigor a las familias con carencias no solo de equipos tecnológicos para educación virtual (como podría pensarse de manera simplista), sino de recursos lingüísticos, de redes comunitarias y de posibilidades educativas y culturales para acompañar los aprendizajes de sus hijos.
Más allá de la educación formal, estamos hablando del capital simbólico en el que está inmersa y que funciona como contexto de motivación en los actos de lenguaje. Estamos hablando de redes de bibliotecas, de familias lectoras y contadoras de historias, de escenarios que valoren las identidades y las diversidades de este país, y, sobre todo, de opciones reales de participación democrática, que son la razón esencial para querer contar, leer, escribir y expresarse, que requieren más que una alfabetización instrumental en la escuela y que han sido una deuda histórica durante generaciones.
Si entendemos que la calidad de la democracia se apoya en el ejercicio de los derechos educativos y culturales, quizás podamos mirar de otra forma la nostalgia por una minoría de “buenos lectores”. ¿Cuántos eran, en aquellos viejos tiempos, y qué desafíos nos impone la llegada de tantos nuevos al sistema educativo? ¿Qué herramientas y cuánto tiempo requieren –dentro y más allá de la escuela– para pagar esa deuda histórica culpable de tantas brechas?
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