domingo, 23 de abril de 2023

"LIBROS EN LLAMAS". Un artículo de Raquel C. Pico publicado en Ethic el 20 de abril de 2023

 

Casi desde el origen de la palabra impresa se pueden encontrar sus hogueras funerarias. Ya sea por accidente o de forma voluntaria, con una manera poderosamente simbólica de ejercer la censura, los libros arden desde hace siglos.

En el centro de Berlín hay un monumento un tanto sorprendente: para verlo, hay que ir fijándose en el suelo. En Bebelplatz, existe una biblioteca llena de estanterías vacías que solo se ve desde una pequeña ventana de cristal en el suelo. Cabrían 20.000 libros: exactamente los que desaparecieron en la tarde del 10 de mayo de 1933 en la quema de libros organizada por el régimen nazi.

Las piras de libros en la Alemania nazi se han convertido prácticamente en la muestra simbólica de lo que implican estos incendios. Ese 10 de mayo de 1933 se organizaron hogueras en 34 ciudades alemanas, en las que, entre música y bailes, se quemaron las obras de escritores como Émile Zola, Franz Kafka, Thomas Mann, Sigmund Freud, Rosa Luxemburgo, Stefan Zweig o Ernst Hemingway, entre otros. Todos ellos eran considerados, ya fuera por su pensamiento o por sus orígenes, enemigos del régimen. Como explica Emma Smith en Magia portátil (Ariel) como método de censura directa la quema era poco efectiva. De hecho, los libros quemados fueron donados por particulares y expurgados de bibliotecas y colecciones, pero se recibieron tantos libros prohibidos para la quema que no era posible hacerlos desaparecer todos en esa única noche. Muchos de ellos acabaron siendo vendidos al peso para la fabricación de nuevo papel.

A nivel simbólico, sin embargo, era otra cosa: las hogueras se convirtieron en un icono propagandístico. En la propia Alemania, el incendio de libros fue un auto de fe. Mientras, en Estados Unidos, donde ya en 1933 la revista Time hablaba de bibliocausto, los libros incendiados se posicionaron, ya en los años de la II Guerra Mundial, como una muestra de lo que suponía el «nosotros» contra «ellos»: eran la muestra de la maldad del régimen nazi y un símbolo del totalitarismo.

Y puede que en esas hogueras de 1933 no se quemaran tantos volúmenes, pero a lo largo de los años las estimaciones hablan de que los nazis destrozaron de una manera o de otra cientos de millones de libros. Solo en Alemania –entre los efectos de la persecución nazi y los daños colaterales del contexto bélico, como los bombardeos— al final de la II Guerra Mundial habían desaparecido un tercio de todos los libros del país. En Polonia lo hizo el 80%, según cifras que indica Susan Orleans en La biblioteca en llamas.

Los libros quemados no eran ni una práctica nueva, ni una práctica de propaganda exactamente novedosa. Ni lo dejaron de ser. Sin ir más lejos, en España el régimen franquista también quemó libros. En el verano de 1936, en Galicia, ya entonces bajo control de las tropas franquistas, se quemaron varias bibliotecas. Fueron tan solo las primeras: la quema se repetiría durante la guerra y los primeros años de la posguerra en otros lugares.

Volviendo a Smith y su recorrido por las hogueras de libros, a lo largo de los siglos las llamas purgaron bibliotecas personales –en el siglo XVII, Samuel Pepys quemó su ejemplar de L’école des filles tras leerlo porque no quería que ese libro «indecente» contaminase sus fondos bibliotecarios–, señalaron qué libros no deberían ser leídos –siguiendo con L’école des filles, las autoridades parisinas habían intentado quemarlo en 1655 por indecente– y sirvieron como arma política a lo largo del globo. Desde el emperador chino Qin Shi Huang –que quemó los libros de historia en el siglo III a. C. para borrar del relato a sus rivales– hasta las hogueras a las que se lanzaban los escritos de Martin Lutero en el siglo XVI, las llamas sirvieron para marcar en público agendas políticas.

Por supuesto, las llamas también han arrasado bibliotecas de manera más o menos premeditada. Se han quemado prácticamente desde que existen, como recuerda Susan Orleans, que recupera lo que ya escribía en 1880 William Blades: las bibliotecas son víctimas fáciles tanto para la mala suerte como para el fanatismo incendiario. La de Alejandría ardió, de hecho, varias veces.

El efecto de las llamas se siente a veces de forma más profunda de lo que ocurre con otras pérdidas materiales. El incendio de la biblioteca de Sarajevo durante la guerra de Bosnia, cuando fue bombardeada a pesar de no ser un objetivo militar, se convirtió en un icono de la barbarie. Incluso cuando el fuego empieza de manera accidental, la pérdida de las colecciones se siente como un duro golpe colectivo. No se sabe a ciencia cierta qué inició el fuego en la Biblioteca de Los Ángeles en 1986, como recuerda Orleans en su libro, pero la devastación del incendio, en el que se perdieron fondos únicos, marcó a la ciudad. Como recuerda Orleans, «en Senegal, la manera educada para decir que alguien se ha muerto es indicar que su biblioteca ha ardido».

Pero ¿sirve realmente el fuego para eliminar ideas y, sobre todo, para acabar con la circulación de libros? Si se piensa en esas hogueras en las que ardían las propuestas luteranas y se reflexiona sobre qué ocurrió después, cabe pensar que no. «La quema de libros es un poderoso símbolo y, en términos prácticos, completamente ineficaz», escribe Emma Smith. De hecho, si se siguen quemando libros –y lo hacen desde conservadores a progresistas, como apunta la ensayista, recordando la suerte reciente de los libros de Harry Potter de J.K. Rowling– no es porque se espere que de ese modo desaparezcan para siempre de la faz de la tierra esas palabras escritas, sino por el poder que tiene todavía la imagen de los libros que arden. Para censurar los contenidos, por desgracia, existen maneras más efectivas de borrar su peso (o incluso de lograr que no lleguen a ser ni siquiera un libro).

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