Estoy en un Simposio de gente muy culta, en México. Me invitaron a disertar sobre el futuro del libro. En la sala hay personas muy destacadas y me sientan en segunda fila. Como mi conferencia es mañana me dispongo a escuchar al señor que habla, pero enseguida me distraigo. En el siglo veinte yo podía concentrarme sin problemas. Podía leer o escribir durante horas, y también podía ir a conferencias largas y prestar atención; pero ya no.
Me pasó algo paulatino, en principio sin importancia, de lo que no me di cuenta; como cuando ponemos una rana en una olla con agua tibia y encendemos la hornalla. La rana no se da cuenta de que empieza a calentarse el agua, no se escapa de la olla, y cuando por fin entiende el peligro del hervor ya es demasiado tarde: los nervios no le responden y no consigue saltar. Me pasó algo así. Ya no puedo concentrarme media hora sin mirar las noticias urgentes, sin ver la repetición de un gol, sin pasar un rato por Twitter. Mi cabeza empieza a divagar y me evaporo.
Ahora van quince minutos de conferencia. Miro los papeles que le quedan por leer al señor y trato de sacar la cuenta de cuántos son, respecto a los que ya leyó. «¿Serán doce, serán quince? Parecen veinte. ¿Lo habrá impreso por lo menos en Helvética 16? Dios quiera que haya usado interlineado doble». A los veinte minutos pasa algo singular: todos los oyentes sacamos el teléfono del bolsillo y lo activamos con cualquier excusa. En general fingimos que vamos a tuitear algo que está diciendo el conferencista, pero lo que queremos en realidad es tener la pantalla prendida. Nos relaja saber que estamos conectados a otra cosa: a mirar el mail de reojo, a saber qué hora es en nuestro país de origen, a ver qué están diciendo en las redes los que tienen la suerte de no estar en un simposio en México.
Mientras tanto la conferencia sigue su curso y, para mayor desgracia, es bastante inteligente lo que dice el señor. Estoy a punto de reincorporarme a la trama pero me palpita el teléfono en la mano con nuevos datos vacíos (la formación del Barça contra el Rayo Vallecano, datos urgentes), y entonces entiendo que la charla completa va a estar colgada en Internet dentro de unos días, que la podré disfrutar mejor la semana que viene, y me pongo a pensar en otra cosa, sin culpa.
Me pongo a pensar que al día siguiente yo voy a tener que estar sentado en la misma silla que el pobre conferencista, y que tendré que dar mis impresiones sobre el futuro del libro durante una hora, y escuchar las toses y los carraspeos de los oyentes durante el minuto quince, y la aparición de los teléfonos desde el minuto veinte.
O tal vez (pienso) mañana pueda dejar de hacerme el distraído y confesar por fin, frente a la audiencia, que no me importa en absoluto el futuro del libro. Ni el de papel, ni el electrónico, ni la convivencia entre ambos, ni la muerte de uno de los dos, ni si la gente lee más o lee menos que hace treinta años, ni cómo harán los autores y los periodistas y los editores para mantener su nivel de vida, su casa y su coche, cuando todo el mundo consiga sus contenidos gratis en internet y la industria se vaya a la mierda. No me importa.
En este momento lo que me preocupa, terriblemente, es que no nos podemos concentrar. Me preocupa lo que nos cuesta leer. Lo que nos cuesta escribir. Lo que nos cuesta escuchar al otro. CONTINUAR LEYENDO
¡Qué chulo para una tertulia intergeneracional!
ResponderEliminarGracias Miguel
Un abrazo
sí, es muy interesante para cualquier tipo de tertulia, incluida la pedagógica.
EliminarUna abrazo