sábado, 15 de abril de 2023

"RETRATO DE FAMILIA". Un cuento de Rosa Montero

Isabel se ajustó las gafas y contempló la fotografía admirativamente. Ocupaba las páginas centrales de la revista y centelleaba como una joya oscura. A la derecha, un sol incandescente; a la izquierda, la vastedad inimaginable del espacio.

Y ahí, perdidos entre el polvo estelar, estaban Venus y la Tierra, dos menudencias apenas visibles flotando en la negrura chisporroteante. Era una imagen conseguida por el Voyager, la primera foto del sistema solar, el primer retrato de familia. La mujer suspiró. Antonio se incorporó con brusquedad, una mano arrugando el borde de la toalla y la otra sujetándose ansiosamente el pecho.

—Me siento mal —dijo.

Y se dejó caer sobre la felpa a rayas.

—Eso es el sol. Te dije que te taparas la cabeza —le reconvino Isabel en tono distraído y sin abandonar la lectura. Antonio jadeó. La mujer bajó la revista y le observó con mayor atención. El hombre permanecía muy quieto y su rostro tenía una expresión blanda y descompuesta, como si fuera a quebrarse en un sollozo.

—¿Qué te pasa? —se inquietó Isabel.

—Me siento mal —repitió él en un ronco susurro, con los ojos desencajados y prendidos en el cielo sin nubes.

Transpiraba. La calva del hombre se había perlado súbitamente de brillantes gotitas. Claro, que hacía mucho calor. Más abajo, los profundos pliegues de la sotabarba eran pequeños ríos, y, más abajo aún, el pecho cubierto de canosos vellos y el prominente estómago relucían alegremente en una espesa mezcla de sudor y ungüentos achicharrantes.

Pero las gotas de la calva eran distintas, tan duras, claras y esféricas como si fueran de cristal. Lágrimas de vidrio para una frente de mármol. Porque estaba poniéndose muy pálido.

—Pero, Antonio, ¿qué sientes, qué te duele?—se angustió ella.

—Tengo miedo —dijo el hombre con voz clara.

Tiene miedo, se repitió Isabel confusamente.

La mano se crispaba sobre su pecho. La mujer se la cogió: estaba fría y húmeda. Le alisó los dedos con delicadeza, como quien alisa un papel arrugado.

Esos dedos moteados por la edad. Esa carne blanda y conocida. Apretó suavemente la mano de su marido, como hacía a veces, por las noches, justo antes de dormirse, cuando se sentía caer en el agujero de los sueños. Pero Antonio seguía contemplando el cielo fijamente, como si estuviera enfadado con ella.

—Ya han ido a buscar al médico —dijo alguien a su lado.

Isabel alzó el rostro. Estaba rodeada por un muro de piernas desnudas. Piernas peludas, piernas adiposas, piernas rectas como varas, piernas satinadas y aceitosas, atentísimas piernas de bañistas curiosos. Entre muslo y muslo, en una esquina, vio la línea espumeante y rizada del mar.

—Gracias.

El muro de mirones la asfixiaba. Bajó la cabeza y descubrió la revista, medio enterrada junto a sus rodillas, aún abierta por la página del Voyager.

Los granos de arena que se habían adherido al papel satinado parecían minúsculos planetas en relieve. Estamos en la foto, se dijo Isabel con desmayo; lo increíble es que estamos en la foto. Ahí, en esa diminuta chispa de luz que era la Tierra, estaba la playa, y la toalla de rayas azules, y el bosque de piernas. Y Antonio jadeando. Aunque no, la foto había sido tomada tiempo antes, a saber qué habrían estado haciendo ellos en ese momento. Quizá el disparo de la cámara los pilló durmiendo, o jugando con los nietos, o cortándose las uñas. O quizá sucediera el domingo pasado, cuando Antonio y ella fueron a bailar para festejar el comienzo de sus vacaciones. Era en una terraza del paseo Marítimo, con orquestina y todo; trotaron y giraron y rieron y bebieron lo suficiente como para ponerse las orejas al rojo y el corazón ligero, y luego, a eso de las once, cayó un chaparrón. El aire olía a tierra caliente y recién mojada, olía a otros veranos y otras lluvias, y regresaron al hotel dando un paseo, cogidos del brazo e inmersos en el aroma de los tiempos perdidos. Sí, ése tuvo que ser el momento justo de la foto, una pequeña y cálida noche terrestre encerrada en la helada y colosal noche estelar. Antonio gimió e hizo girar los ojos en sus órbitas.

—Me estoy muriendo.

—No digas tonterías —contestó Isabel—.

Uno no puede morirse con el sol que hace.

Era verdad. ¿Dónde se había visto una muerte a pleno sol, una muerte tan pública, tan iluminada, tan impúdica? Isabel parpadeó, mareada. Hacía tanto calor que no se podía pensar. Y la luz. Esa luz cegadora, irreal, como la de los sueños. Restañó el sudor de la frente de Antonio con la toalla de rayas azules y luego, tras doblarla primorosamente, se la colocó bajo la nuca. Antonio se dejaba hacer, rígido y engarabitado. Tenía las mejillas blancas y los labios morados.

—Mamá, ¿está muerto ese señor? —preguntó un niño a voz en grito señalándolos con un cucurucho de helado.

—Shhhh, calla, calla…

En el círculo de piernas expectantes no corría ni una brizna de aire; olía a aceite bronceador y a salitre, a carne caliente y podredumbre marina.

Al niño le goteaba la vainilla del helado por la mano. Tendré que pasar por la cestería y anular el encargo del sillón, se dijo Isabel, abrumada por el sofoco, por el peso de la luz y el estupor. De la orilla llegaron las risas de un par de muchachos y el retumbar pasajero de una radio. La fría mano de Antonio apretó tímidamente la suya, como hacían, a veces, antes de dormirse; pero ahora el hombre jadeaba y contemplaba el cielo con los ojos muy abiertos, unos ojos oscurecidos por el pánico. Tan indefenso como un recién nacido. Isabel sorbió las lágrimas y, por hacer algo, se puso a limpiar de arena el cuerpo de su marido.

—No te preocupes, el médico debe de estar a punto de llegar.

Y también ella miró hacia arriba, intentando entrever, más allá de la lámina de aire azul brillante, la gran noche del tiempo y del espacio.

FIN

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