lunes, 3 de noviembre de 2025

"AL OTOÑO". Un poema de John Keats seleccionado y comentado por Andrea Villarrubia Delgado

Hoy, en el primer domingo de noviembre, en medio del otoño, la más hermosa estación del año a mi parecer, quiero recordarlo con un poema de John Keats, ‘Al otoño’, considerado por la crítica uno de los poemas más sublimes de la literatura inglesa. El poema, una oda escrita por el poeta en 1819 tras un paseo por las afueras de Winchester, es una celebración del otoño visto desde la madurez, no con un sentimiento de melancolía y pérdida, tan del gusto de los poetas románticos, sino de abundancia y fertilidad. Un poema que llama a los sentidos a disfrutar plenamente de esta estación, a su hermosa música, a sus promesas. (Andrea Villarrubia Delgado)

AL OTOÑO

I
Dulce estación de nieblas y abundancia,
íntima del sol que madura todo,
que, tramando con él, bendices dando
sus frutos a la vid junto al alero;
que los árboles vences con manzanas
y llenas en sazón todos los frutos,
que hinchas la calabaza, y la avellana
en su cáscara; que abres más y más
las flores últimas a las abejas
que creen que el buen tiempo no termina
pues Verano
colmó sus lentas celdas.

II
¿Quién no te ve pletórica a menudo?
Quien busque fuera, a veces podrá hallarte
sentada sin cuidado en un granero
con el pelo aventado suavemente,
o la mitad de un surco adormecida
por el efluvio de las amapolas
dejando tu hoz a las mieses y las flores;
y, a veces, como una espigadora alzas
tu cargada cabeza en el riachuelo,
o con paciente mirada, horas y horas,
contemplas del lagar la última sidra.

III
¿Dónde los cantos ya de Primavera?
No importa; tú también tienes tu música:
mientras las nubes, expirando el día,
florecen y sonrojan los rastrojos;
en coro los mosquitos se lamentan
meciéndose en los sauces junto al río
según se levante o no leve brisa;
y balan los corderos en el monte,
canta el grillo en el seto, en una huerta
dulce silba el petirrojo, y gorjean
bandos de golondrinas en el cielo.



domingo, 2 de noviembre de 2025

TVE ofrece online trece series basadas en clásicos de nuestra literatura

La página de RTVE ofrece al internauta, de forma gratuita, permanente y sin publicidad, los capítulos íntegros de trece series basadas en clásicos de la literatura española, como El Quijote o La Regenta. Un proyecto que viene gestándose desde la pasada primavera, basado en la recuperación de antiguas series producidas y emitidas por la propia TVE que, seguramente, algunos ya hayan visto en el pasado y que ahora podemos volver a disfrutar gracias a Internet.

Las series están interpretadas por algunos de los rostros más conocidos de nuestro cine como Fernando Rey, Fernando Fernán Gómez, Carmelo Gómez, Victoria Abril, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Aitana Sánchez-Gijón, Alfredo Landa, Terele Pávez, Toni Cantó, Mercedes Sampietro o Charo López, entre muchos otros. En cada apartado, además de aparecer los episodios online, RTVE ha incluido información adicional sobre la obra y su autor, el rodaje, archivos de audio, notas de prensa, una medioteca con las mejores fotografías y vídeos, etc. Los usuarios incluso pueden participar mediante encuestas, o bien dejando su parecer en comentarios.
Los títulos disponibles son:
  • Los pazos de Ulloa (1985). Adaptación de la obra de Emilia Pardo Bazán. Dirigida por Gonzalo Suárez e interpretada por Fernando Rey, Omero Antonutti, Charo López, Victoria Abril y José Luis Gómez.
  • El camino (1978). Adaptación de la obra de Miguel Delibes. Fue dirigida por Josefina Molina e interpretada por Amparo Baró y Alicia Hermida.
  • El Quijote (1992). Adaptación de la obra universal de Miguel de Cervantes. Fue dirigida por Manuel Gutiérrez Aragón, mientras que el guión fue escrito por Camilo José Cela, y estuvo protagonizada por Fernando Rey y Alfredo Landa.
  • La Regenta (1995). Adaptación de la novela de Leopoldo Alas ‘Clarín’, escrita y dirigida por Fernando Méndez-Leite. Aitana Sánchez-Gijón, Carmelo Gómez, Héctor Alterio y Juan Luis Galiardo encabezan el reparto.
  • Los gozos y las sombras (1981). Adaptación de la obra de Gonzalo Torrente Ballester, quien supervisó el guión. Interpretada por Charo López, Eusebio Poncela, Amparo Rivelles y Carlos Larrañaga.
  • La barraca (1979). Adaptación de otra novela de Vicente Blasco Ibánez. Dirigida por León Klimovsky e interpretada por Álvaro de Luna, Marisa de Leza, Lola Herrera, Terele Pávez y Victoria Abril, entre otros.
  • Cañas y barro (1978). Adaptación de la obra de Vicente Blasco Ibáñez. Dirigida por Romero Marchent, en su reparto aparecen Alfredo Mayo, Manuel Tejada, Jóse Bódalo y Victoria Vera, entre otros.
  • La plaza del Diamante (1983). Adaptación de la obra de Merçé Rododera, fue dirigida por Francesc Betriu e interpretada por Silvia Munt.
  • Celia (1993). Adaptación del libro Celia en el colegio de Elena Fortún. Fue dirigida por José Luis Borau e interpretada por Cristina Cruz, Ana Duato, Tito Valverde y Carmelo Gómez.
  • La forja de un rebelde (1990). Adaptación de La forja, de Arturo Barea, por Vicente Aranda, dirigida por Mario Camus e interpretada por Antonio Valero.
  • Fortunata y Jacinta (1980). Adaptación de la obra homónima de Benito Pérez Galdos con dirección de Mario Camus. Interpretada por Ana Belén, Maribel Martín,Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal y Manuel Alexandre.
  • Los jinetes del alba (1990). Adaptación de la obra de Jesús Fernández Santos, que fue dirigida por Vicente Aranda e interpretada por Victoria Abril, Jorge Sanza y Maribel Verdú.
  • Entre naranjos (1998). Tercera adaptación de una obra de Vicente Blasco Ibáñez. Dirigida por Josefina Molina e interpretada por Toni Cantó, Nina Agustí y Mercedes Sampietro.

sábado, 1 de noviembre de 2025

"NADA DE CARNE SOBRE NOSOTRAS". Un cuento de la argentina Mariana Enríquez

La vi cuando estaba a punto de cruzar la avenida. Estaba entre un montón de basura, abandonada sobre las raíces de un árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida, esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La levanté con las dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaban la mandíbula y la totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar de los protodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre los residuos. No encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento, apenas a doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si caminara hacia una ceremonia pagana del bosque.

La puse sobre la mesa del living. Era pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre anatomía y temas óseos. Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco la cara, siento la nariz pegada a mi calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No creo, aunque es verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe fácil, como si fuera un hueso débil. Examiné la calavera un poco más y encontré que tenía un nombre escrito. Y un número. «Tati, 1975». Cuántas opciones. Podía ser su nombre, Tati, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Tati parida en 1975. O el número quizá no era una fecha y tenía que ver con alguna clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.

Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó la campera y se sentó en el sillón. Es un hombre muy desatento.

Cuando la vio, dio un respingo, pero no se levantó. También es perezoso y se está poniendo gordo. No me gustan los gordos.

—¿Qué es esto? ¿Es de verdad?

—Claro que es de verdad —le dije—. La encontré en la calle. Es una calavera.

Me gritó. Por qué trajiste esto, me gritó, exagerado, de dónde la sacaste. Juzgué que estaba haciendo un escándalo y le ordené que bajara la voz. Traté de explicarle con tranquilidad que la había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese sido totalmente indecente por mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.

—Estás loca.

—Puede ser —le dije, y me llevé a Vera a la habitación.

Sé que él esperó un rato por si yo salía a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo gordo, los muslos ya se le rozan, y si usara pollera de mujer, estaría siempre paspado entre las piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el teléfono para pedir una pizza. La pereza: prefiere el delivery a caminar hasta el centro y comer en un restaurante. El gasto de dinero es casi el mismo. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 31 de octubre de 2025

"DELIRIO DEL INCRÉDULO". Un poema de María Zambrano comentado por Andrea Villarrubia Delgado

La autora del poema de este último domingo de octubre es María Zambrano, la gran filósofa española, o pensadora como a ella le gustaba definirse, empeñada siempre en tender puentes entre la filosofía y la poesía, cuya escritura también practicó. De hecho, la médula de su actividad intelectual radica en lo que ella denominó la “razón poética”, un modo profundo de pensar que tiene en cuenta el valor de las imágenes, los sentimientos, las metáforas, las pasiones... Como en la poesía. María Zambrano se sentía influida por igual por poetas y filósofos. En el poema que hoy comparto, titulado ‘Delirio del incrédulo’, escrito en Roma en el año 1950, la autora indaga en el sentido de la nada o del vacío, tema recurrente en su obra, en especial en el libro ‘Claros del bosque’, uno de sus libros fundamentales, en el que filosofía y poesía se funden armoniosamente, al igual que en este poema (ella llamaba delirios a sus poemas) que comparto hoy. (Andrea Villarrubia Delgado)
«Delirio del incrédulo»
Bajo la flor, la rama
sobre la flor, la estrella
bajo la estrella, el viento;
¿Y más allá?
Más allá ¿no recuerdas?, sólo la nada
la nada, óyelo bien, mi alma,
duérmete, aduérmete en la nada.
Si pudiera, pero hundirme.

Bajo la flor, la rama…

Ceniza de aquel fuego, oquedad, agua espesa
y amarga, el llanto hecho sudor
la sangre que en su huida se lleva la palabra
y la carga vacía de un corazón sin marcha.

Bajo la flor, la rama…

De verdad ¿es que no hay nada?
Hay la nada.
La nada, óyelo bien, mi alma.
duérmete, aduérmete en la nada.
Y que no lo recuerdes. Era tu gloria.

Bajo la flor, la rama…

Más allá del recuerdo, en el olvido,
escucha en el soplo de tu aliento.
Mira en tu pupila misma dentro
en ese fuego que te abrasa, luz y agua.

Bajo la flor, la rama…

Mas no puedo, no puedo.
Ojos y oídos son ventanas.
Perdido entre mí mismo
no puedo buscar nada
no llego hasta la Nada.

Bajo la flor, la rama
sobre la flor, la estrella
bajo la estrella, el viento
¿Y más allá?
Más allá ¿no recuerdas?,
sólo la nada.

jueves, 30 de octubre de 2025

"LEER LIBROS PROHIBIDOS". Irene Vallejo, El País

Con intolerable osadía, las bibliotecas públicas cobijan en su silencio la algarabía de las innumerables voces

Mil veces te dijeron que las bibliotecas son lugares aburridos, embalsamados, donde nada sucede ni se mueve. Rincones petrificados donde el tiempo y las palabras se han detenido. Contra el tópico, la realidad es que siempre fueron espacios sitiados, escenarios de conflicto. Recientemente las bibliotecas norteamericanas han denunciado los crecientes intentos de vetar o eliminar obras polémicas, sobre todo en pequeños centros rurales y educativos.

El peligro acecha desde posturas opuestas, como fuego cruzado. A un lado, quienes sostienen que algunas obras clásicas deben ser apartadas o reescritas porque reflejan comportamientos racistas, la exclusión de las mujeres o trillados estereotipos y misantropías. En frente, quienes se oponen a la literatura que cuestiona valores tradicionales y religiosos por considerarla nociva e inmoral.

Desde la mítica Alejandría hasta los códices aztecas, la crónica de la destrucción de los libros es una historia interminable, con incontables rostros. Los imperios y el colonialismo son propensos a esta lamentable costumbre: convierten en botín de conquista la memoria y los sueños del vencido. Son bien conocidas las hogueras nazis y de la guerra civil española, contemporáneas de las purgas soviéticas. Después llegarían la Revolución Cultural china y los Jemeres Rojos de Camboya. Pol Pot, maestro de literatura francesa, ordenó una feroz persecución contra la letra escrita y, entre otras atrocidades, represalió a sus colegas profesores, a quienes sabían un segundo idioma y a toda la gente provocadora que usaba gafas —síntoma de veleidades intelectuales­—. Poco antes, horrorizado por las soflamas anticomunistas del senador McCarthy, Ray Bradbury había escrito Fahrenheit 451 en la biblioteca universitaria de Los Ángeles, “entre los estantes, perdido de amor, volviendo páginas, tocándolas”.

Proscribir un libro, cualquier libro, es una forma particularmente ingenua de barbarie. Necesitamos los textos malignos, incluso aquellos que detestamos. Al extirpar palabras ofensivas o suprimir la memoria de acontecimientos terribles, nos negamos a mirar cara a cara nuestro pasado. Si lo embellecemos o edulcoramos, los errores pretéritos caerán en el olvido y se cerrarán las puertas a otros posibles futuros, quizá mejores. Ante lo perturbador, no sirve el eufemismo ni el escondite. Encubrirlo implica sobrevalorar los poderes purificadores del silencio y confiar en la ignorancia como talismán protector: puro pensamiento mágico.

En el siglo III a. C., mientras Alejandría intentaba reunir el conjunto de los libros del mundo, el emperador chino Shi Huangdi ordenó destruirlos todos. Además, prohibió mencionar la muerte, persiguiendo la inmortalidad por elipsis. En sus delirios solo existía un presente interminable en el que siempre tenía razón. Sin embargo, seguidores del taoísmo y el confucianismo memorizaron y escondieron las obras prohibidas, como los protagonistas de Fahrenheit 451. En sus ensayos, Fernando Báez evoca a bibliófagos que engullían rollos de papiro a fin de digerir sus enseñanzas.

Para evitar estas clandestinidades e indigestiones existen las bibliotecas, zonas de promiscuidad que algunos quisieran cinceladas a su imagen y semejanza. El fuego sigue acechando: se ha editado una versión ignífuga de El cuento de la criada, de Margaret Atwood, capaz de soportar las llamaradas más voraces. Los libros quemados son el detonante de graves acontecimientos en El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead, mientras que un personaje de la serie The Wire, el respetado Brother Mouzone, exclama: “¿Sabes qué es lo más peligroso en América? Un negro con una tarjeta de biblioteca”.

Tras siglos de resistencia, son espacios ­—no hay tantos— donde todo el mundo es bienvenido y acogido sin cobrarle nada. Este asombroso logro es fruto de un camino lleno de recovecos. Nunca fueron refugios tranquilos, sino asediados territorios de frontera. Con intolerable osadía, las bibliotecas públicas cobijan en su silencio la algarabía de las innumerables voces. Proponen un pacto que protege todas las disidencias: tenemos derecho a elegir lo que leemos, pero no a imponer qué libros eligen libremente los demás.

miércoles, 29 de octubre de 2025

"INAMIBLE". Un cuento de Baldomero Lillo

Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.

De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarlos de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.

Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de “El Guarén” se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. “El Guarén” conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente:

-¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese!

Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó:

-Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí.

Pero “El Guarén”, en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó.

-Vais a acompañarme al cuartel.

-¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? -profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.

Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra:

-Te llevo porque andas con animales -aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió-: Porque andas con animales inamibles en la vía pública. CONTINUAR LEYENDO

martes, 28 de octubre de 2025

"SOLILOQUIO DEL FARERO". Un poema de Luis Cernuda

Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma.

De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
quieto en ángulo oscuro,
buscaba en ti, encendida guirnalda,
mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
y en ti los vislumbraba,
naturales y exactos, también libres y fieles,
a semejanza mía,
a semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
como quien busca amigos o ignorados amantes;
diverso con el mundo,
fui luz serena y anhelo desbocado,
y en la lluvia sombría o en el sol evidente
quería una verdad que a ti te traicionase,
olvidando en mi afán
cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
con nubes sobre nubes de otoño desbordado
la luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
te negué por bien poco,
por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
por quietas amistades de sillón y de gesto,
por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
por los viejos placeres prohibidos,
como los permitidos nauseabundos,
útiles solamente para el elegante salón susurrado,
en bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
que yo fui,
que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
limpios de otro deseo,
el sol, mi dios, la noche rumorosa,
la lluvia, intimidad de siempre,
el bosque y su alentar pagano,
el mar, el mar como su nombre hermoso;
y sobre todos ellos,
cuerpo oscuro y esbelto,
te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
y tú me das fuerza y debilidad
como el ave cansada los brazos de piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
oigo sus oscuras imprecaciones,
contemplo sus blancas caricias;
y erguido desde cuna vigilante
soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres.
por quienes vivo, aun cuando no los vea;
y así, lejos de ellos,
ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
roncas y violentas como el mar, mi morada,
puras ante la espera de una revolución ardiente
o rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
transparente pasión, mi soledad de siempre,
eres inmenso abrazo;
el sol, el mar,
la oscuridad, la estepa,
el hombre y el deseo,
la airada muchedumbre,
¿qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
en ti, mi soledad, los amo ahora.

lunes, 27 de octubre de 2025

"LA QUINTA ESTACIÓN. POESÍA/INFANCIA". Una preciosa reflexión de Laura Escudero sobre poesía e infancia.

Ilustración de Asun Balzola
Poesía

Una mañana me levanto y salgo al jardín de mi casa. Ando un poco distraída, apartada del tiempo, de cualquier intención que no responda a los caprichos del sol entre las plantas, al rumbo de pasos que me llevan —sin darme cuenta cómo— debajo del roble.

Hay junto a mi pie un cuenco diminuto, perfecto.

Es la capucha que hasta hace poco alojaba una bellota. La levanto, la miro.

Así me quedo con el cuerpo entero preso de ese instante de extrañeza y captura.

De belleza.

Es un momento de intimidad profunda, de misterio. Si alguien me viera, si alguien interrumpiera esa liturgia me sentiría descubierta con la violencia que comporta la rasgadura de un velo que me resguardaba de la desnudez.

Es un momento poético, la sustancia nutricia antes de las palabras, antes de todo. Tiene algo de obsceno, de lo que no quiero mostrar, de lo previo. Es primitivo ese momento y puede dar origen o no a otro asunto: la escritura. Tiene forma de pregunta, de algo que me aparta del mundo y me devuelve distinta, interrogada.

Un resplandor. La presencia rotunda de una cosa.

Es un tiempo mudo de palabras. [...]

Fuente: Fundación Cuatro Gatos

domingo, 26 de octubre de 2025

"BUENO, ¿DÓNDE DEJÉ EL TANQUE DE OXÍGENO?". Un cuento de Woody Allen

Que mi esposa fuera capaz de transmutar los ingredientes de una premiada receta de brownies de chocolate en doce cuadrados perfectos de granito es una hazaña que solo los alquimistas medievales podrían apreciar.

Cuando mordí uno de ellos, mi diente hizo el mismo sonido que el Krakatoa en el momento de su desaparición y acabé en la sala de espera de la consulta de mi dentista, donde tuve que tratar de distraerme de los agudos chillidos que lanzaba algún pobre yonqui de los caramelos cuando le excavaban la muela con el equipamiento más moderno de Black and Decker. Fue en ese momento cuando me llamó la atención un pequeño artículo en las páginas de USA Today. Según sus fuentes, hasta seis mil pacientes al año salen de los quirófanos estadounidenses con esponjas, fórceps y otras herramientas quirúrgicas olvidadas por error en su interior. Sufriendo como estaba de un bloqueo creativo desde que los críticos reseñaran mi última obra como si fuera un virus necrosante, me aferré a ese dato sensacionalista como un punto de partida viable para un posible pastiche de Broadway que tal vez podría hacerme recaudar los billetes necesarios para subsidiar la demencia que tenía planeada para mi jubilación. Se levanta el telón y vemos a nuestro protagonista, Miles Goatley, un exuberante joven de veintiséis años que lleva una precaria existencia vendiendo precarios. Qué son los precarios exactamente es algo que supongo que podré responder a medida que desarrolle los personajes y entre en materia.

Basta con decir que Goatley está enamorado de la suculenta Palestrina quien, con sus cabellos color cuervo y su belleza mediterránea, es capaz de llevar a los marineros a la perdición. Podría haber en el escenario un coro de marineros perdidos, como un coro griego, que ayuden a aclarar la trama. Tal vez podríamos tener un verdadero coro griego, también, e incluso un partido de softball entre los dos coros, si la historia se ralentiza, puesto que algo va a hacer falta. Aunque Palestrina ama a Goatley, su padre, un vendedor de alfombras armenio de la vieja guardia, el señor Zarrapastrosian, desea que su hija se case con un pretendiente de su misma clase, básicamente Larry Fallopian, el marchante más prestigioso de Nueva York. El personaje de Fallopian está basado en el Murray Vegetarian de la vida real, quien cimentó su reputación como dueño de una galería de arte cuando vendió por seis millones de dólares una sublime acuarela de Marie Laurencin sobre dos lesbianas kosherizando una gallina. Jurando que se convertiría en un hombre de éxito, Goatley forma un grupo de actuación que interpreta obras de vanguardia escritas en palíndromos, pero el grupo va reduciéndose poco a poco a medida que sus miembros empiezan a morir de hambre. El Acto Uno termina con el coro advirtiendo de que uno no puede esconderse de Dios, pero que a veces se le puede engañar con un bigote falso.

En el Acto Dos nos encontramos con Anders Wurm, el genial cirujano, y su esposa Vendetta, quien tiene un romance con Wasservogel, el guardabosque. Como los Wurm viven en un apartamento de Park Avenue, el doctor Wurm no entiende para qué precisan de un guardabosque. Wurm ha aprendido a convivir con los deslices de su esposa, pero solo porque no sabe qué son los deslices, ya que ella lo convenció de que es una comida mexicana. Él busca auxilio romántico con Ingrid Shtick Fleish, una baronesa que viene de una otrora gran familia de industriales alemanes que después de la guerra convirtieron sus fábricas de helicópteros y que ahora fabrican gorras de molinete. Ella y su hermano Rudolph heredarán una gran fortuna cuando muera su padre, pero él está en coma desde hace treinta y seis años. Han desconectado el enchufe en numerosas ocasiones, pero cada vez que se van, su padre vuelve a enchufarlo. A Wurm le encantaría huir con Ingrid, pero no se atreve a hacerlo, porque, si bien posee un patrimonio de innumerables millones, es todo dinero del Monopoly. Mientras tanto, Goatley pide la mano de Palestrina en matrimonio. Palestrina acepta, pero cuando Goatley descubre que lo único que ella le concede es la mano, mientras que el resto del cuerpo es para Larry Fallopian, se traga una cápsula de cianuro que hace dos años que lleva encima, ansioso por utilizarla antes de la fecha de caducidad. Se desploma aferrándose el abdomen y lo llevan deprisa al hospital, donde lo ingresan en el pabellón de Apatía Intensiva. Al borde de la muerte, pide poder echar una última mirada a Palestrina o, si ella no está disponible, a cualquier mujer que haya conseguido aparecer en la portada del número especial de trajes de baño de Sports Illustrated. Es necesaria una operación y el doctor Wurm recibe una llamada de emergencia pidiéndole que se presente en el hospital en el mismo instante en que descubre a Wasservogel y su esposa haciendo el amor. Reta a duelo a Wasservogel. Se plantean floretes o pistolas y Wurm escoge un florete, mientras que Wasservogel decide utilizar una pistola. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 25 de octubre de 2025

"ESTA MAÑANA SOY OTRA". Un poema de la peruana Blanca Varela

ESTA mañana soy otra
toda la noche
el viento me dio alas
para caer

la sin sombra
la muerte
como una mala madre
me tocó bajo los ojos

entonces dividida
dando tumbos
de lo oscuro a lo oscuro
giré recién llegada
a la luz de esta línea

en pleno abismo
abriéndose
y cerrándose
la línea
sin música
pero llamando

sin voz
pero llamando
sin palabras
llamando

viernes, 24 de octubre de 2025

"PESADILLA". Luis García Montero, El País

A lo largo de dos días se cargaron de libros los camiones de la basura para llevarlos a un vertedero

Se enteró por la radio. Habían expurgado las bibliotecas porque ya no tenía sentido conservar tantos libros. Casi nadie los usaba en un mundo más parecido a las oficinas viriles de un banco que a un ateneo sentimental. Era más rentable utilizar los viejos espacios para otros fines. A lo largo de dos días se cargaron de libros los camiones de la basura para llevarlos a un vertedero situado en la carretera del Progreso, a cien kilómetros de la ciudad. Las sombras polvorientas de las estanterías iban a ser habitadas por los negocios de siempre y los nuevos circuitos de la comunicación. Como un derrame de hidrocarburos en la corriente de un río, empezaron a extenderse las consignas de la utilidad, las prisas y los cálculos. Pero si yo creo en la utilidad, se atrevió a protestar un libro, mientras era agarrado por los operarios para lanzarlo al camión de la basura. Vamos a ver, yo siempre he pertenecido al futuro, quiso decir otro, y llevo entre mis páginas una idea de progreso, insistió, mientras su lamento se perdía camino del estercolero.

Cuando se enteró de lo sucedido, el lector pensó que era buena idea acercarse hacia los territorios de la basura. Tal vez pudiera salvar allí algún ejemplar valioso. El custodio de los libros, ahora un guarda de estercolero, le orientó hacia un extremo del barranco. El camino era muy desagradable, un espectáculo de escombros, desechos orgánicos, estanterías rotas y piltrafas malolientes. Acostumbrado a la melancolía de las ruinas, al paso lento de los siglos y las civilizaciones, el lector se vio envuelto por un paisaje sin poesía, con ratas que dibujaban una red de improperios. La basura tiene mucho de autorretrato para el instinto animal. Estamos llamados a descomponernos, sintió el lector, mientras descubría un cadáver sobre la cochambre. En el bolsillo del cadáver, parpadeaba la luz de un teléfono móvil. Lo seguían vigilando desde el otro mundo.

jueves, 23 de octubre de 2025

"JARDÍN DE INFANCIA". Un cuento del Premio Nóbel de Literatura Naguib Mahfuz

-Papá...

-¿Qué?

-Yo y mi amiga Nadia siempre estamos juntas.

-Claro, mujer, porque es tu amiga.

-En clase... en el recreo... a la hora de comer...

-Estupendo... es una niña buena y juiciosa.

-Pero en la hora de religión yo voy a una clase y ella a otra.

Miró a la madre y vio que sonreía, ocupada en bordar un mantel. Y dijo, sonriendo también:

-Sí... pero sólo en la clase de religión...

-¿Y por qué, papá?

-Porque tú eres de una religión y ella de otra.

-Pero, ¿por qué, papá?

-Porque tú eres musulmana y ella cristiana.

-¿Y por qué, papá?

-Eres aún muy pequeña, ya lo comprenderás...

-No, ¡soy mayor!

-No, eres pequeña, cariñito...

-¿Y por qué soy musulmana?

Debía ser comprensivo y delicado: no faltar a los preceptos de la pedagogía moderna a la primera dificultad. Contestó:

-Porque papá es musulmán... mamá es musulmana...

-¿Y Nadia?

-Porque su papá es cristiano y su mamá también...

-¿Porque su papá lleva gafas?

-No... Las gafas no tienen nada que ver. Es porque su abuelo también era cristiano y...

Siguió con la cadena de antepasados hasta aburrirse. Trató de cambiar el tema pero la niña preguntó:

-¿Cuál es mejor?

Dudó un momento antes de contestar:

-Las dos...

-¡Pero yo quiero saber cuál es mejor!

-Es que las dos lo son.

-¿Y por qué no me hago cristiana para estar siempre con Nadia?

-No, cariñito, es mejor que no. Hay que ser lo mismo que papá y que mamá...

-¿Y por qué?

Francamente: la pedagogía moderna es tiránica. CONTINUAR LEYENDO


miércoles, 22 de octubre de 2025

"CONTRA LA SEDUCCIÓN". Un poema de Beltor Brech

 

No os dejéis seducir: no hay retorno alguno.
El día está a las puertas,
hay ya viento nocturno:
no vendrá otra mañana.

No os dejéis engañar
con que la vida es poco.
Bebedla a grandes tragos
porque no os bastará
cuando hayáis de perderla.

No os dejéis consolar.
Vuestro tiempo no es mucho.
El lodo, a los podridos.
La vida es lo más grande:
perderla es perder todo

lunes, 20 de octubre de 2025

"DECLIVE DE LA LITERATURA, AMENAZA PARA LA DEMOCRACIA". ANTONIO Scurati, El País

Enrique Flores

La decadencia de la capacidad de lectura en la era digital conlleva una peor comprensión de la realidad y una oportunidad para el populismo

“Es indudable que cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía, sin embargo, sabe que no lo hará. Pero quizá su tarea sea aún mayor: consiste en evitar que el mundo se destruya”.

Así se expresaba Albert Camus al recibir el Premio Nobel de Literatura en un discurso que se ha convertido en emblema de compromiso intelectual. Era 1957, y el gran escritor franco-argelino hablaba en nombre de una generación que nació con la Primera Guerra Mundial, entró en la edad adulta con la Segunda y alcanzó más tarde la madurez “en un mundo amenazado por la destrucción nuclear”. Ninguno de nosotros puede imaginar siquiera lo que debe significar vivir a la sombra de esa inmensa devastación y, sin embargo, creo que sería poco honesto negar que muchos de nosotros, pese a haber vivido el más largo período de paz y prosperidad que ha conocido Europa Occidental, exponentes de una generación tan fatua como trágica fue la de Camus, suscribiríamos hoy, con razón o sin ella, su dramática afirmación.

Respecto a la naturaleza del compromiso con el que la literatura debía contribuir a impedir la destrucción, el autor de El extranjero y La peste no tenía dudas: ponerse al servicio de la verdad y de la libertad, rechazar la mentira y resistir a la opresión. Y aquí Camus nos deja atrás porque, en ese sentido —hay que admitirlo con la misma honestidad—, nosotros, en cambio, albergamos muchas dudas. ¿Qué significa servir a la libertad en una época en la que la política soberanista triunfa por doquier reivindicando precisamente de manera obscena la libertad de suprimir y humillar la libertad ajena? ¿Y cómo podemos servir a la verdad en una era de posverdad, cuando no se trata ya de contrarrestar la falsedad, sino de evitar ahogarnos en una avalancha mediática de emotividad, prejuicios e ideología que niega en su propia raíz los hechos objetivos, la ciencia y el conocimiento como fundamento de las creencias colectivas, sustituye el contacto con la realidad por las burbujas informativas de las redes sociales y multiplica exponencialmente noticias falsas e imágenes falsas del mundo hasta el punto de volver la verdad no solo indetectable, sino incluso irrelevante, o mejor aún, impertinente?

No se trata de preguntas retóricas; no hay una respuesta implícita en ellas. Si acaso, suenan a plegarias sin respuesta. Mientras tanto, a medida que las certezas del siglo XX se van entenebreciendo, el nuevo siglo y milenio hacen cada vez más evidente la conexión entre literatura y democracia. Quizá valga la pena reiterarlo.

Es bien sabido que, durante los últimos cinco siglos, el proceso de alfabetización de masas, combinado con la difusión de la práctica de la escritura y la lectura, creó las condiciones para el nacimiento de la democracia. Entre las diversas formas de expresión generativa de soberanía popular, quizá el periodismo y la novela se cuenten entre las que han hecho la mayor contribución a ello. El periodismo, porque la opinión pública occidental —que cuestiona y critica el poder— nació a principios de la era moderna del encuentro entre periódicos y cafés, entendidos como lugares de debate público abierto sobre temas de interés colectivo. La novela, porque hereda el aliento de la épica, por más que reemplace la poesía con la prosa, y las espléndidas y memorables hazañas de los héroes con los sucesos cotidianos y oscuros de la gente humilde y común. La novela —el paraíso de los individuos— prospera, por lo tanto, como una forma literaria eminentemente democrática, que afirma el principio sin precedentes de que toda vida merece ser contada, y por si fuera poco, en cualquier forma, incluso y sobre todo mediante un lenguaje popular, en consonancia con sus modernos antihéroes.

Menos conocido, en cambio, es el hecho de que, en tan solo veinte años de este nuevo siglo, el triunfo de las redes sociales ha generado ya un masivo resurgimiento del analfabetismo literario. Y, sin embargo, es una realidad. La neurociencia ha demostrado desde hace tiempo que la lectura rápida de atención superficial y la lectura orientada —las modalidades que la web requiere y promueve— incapacitan, incluso al nivel de los circuitos neuronales, las habilidades de lectura profunda exigidas y cultivadas por textos complejos, ya se trate de novelas literarias, artículos periodísticos de profundización o ensayos científicos. El declive de la capacidad de lectura profunda se ve acompañado por un verdadero declive de las capacidades intelectuales fundamentales: los niños nativos de entornos saturados de información digitalizada al instante, o los adultos con un resurgido analfabetismo funcional, no solo no comprenden ya lo que leen, sino que pierden asimismo las capacidades cognitivas para analizar y seleccionar información, para reflexionar sobre los niveles de significado, para extraer inferencias, concentrarse, sintetizar y recordar, para ejercer el pensamiento crítico. Ya ni siquiera son capaces de empatizar con personajes y autores de narrativas complejas; es decir, ya no son capaces de identificarse con las vidas ajenas.

En definitiva, masas cada vez mayores de contemporáneos nuestros no solo no son aptos ya para las prácticas de lectura que han favorecido en los últimos cinco siglos el desarrollo de la democracia liberal en Occidente, sino que han perdido incluso las facultades mentales que han moldeado el desarrollo intelectual de la especie humana durante los últimos 5.000 años. Atrapados en cámaras de eco donde los algoritmos de los motores de búsqueda solo les proporcionan fragmentos de información que refuerzan opiniones previas, a merced de miedos paranoicos, de creencias irracionales y de emociones evanescentes que los aíslan de perspectivas alternativas, del conocimiento, de la memoria del pasado, de la esperanza en el futuro y, en última instancia, del mundo, los “analfabetos digitales” vegetan, olvidadizos y crédulos, agresivos e ignorantes, oprimidos y opresores, como idiotas cósmicos.

Y no, no es esta una fantasía de un futuro distópico. Es la realidad de nuestro distópico presente. Los resultados de un reciente estudio realizado por la Universidad de Florida y el University College de Londres sobre hábitos de lectura indican que, en los Estados Unidos, el número de personas que dedican parte de su tiempo, aunque sea mínimo, a la lectura, siempre que lo hagan por libre elección y no por motivos de estudio o trabajo, ha disminuido un 40% en 20 años. ¿Es, entonces, casualidad que Estados Unidos, bajo la segunda presidencia de Trump, represente la punta de lanza del vasto movimiento occidental para demoler la democracia liberal?

Esta sí que es una pregunta retórica. La respuesta está implícita e implica un juicio: no, no es casualidad. No es casualidad porque existe un vínculo, causal e histórico, entre el desarrollo de la literatura (en la acepción más amplia del término) y el desarrollo de la democracia. Y también existe un vínculo entre el declive de ambas. Por primera vez desde hace cinco siglos, la base de la pirámide de lectores no está ampliándose, sino reduciéndose. No puede caber ninguna duda de que la capacidad de leer en profundidad ha acompañado, a lo largo de las edades moderna y contemporánea, el advenimiento de una sociedad abierta y de los sistemas democráticos. No es menos indudable que la pérdida de esa capacidad acompaña y contribuye, hoy en día, a su ocaso.

Por lo demás, hace cien años, el auge del fascismo, en Italia y más tarde en Europa, se vio preparado por una astuta, vigorosa y aciaga operación lingüística de brutal simplificación ideológica de la complejidad de la realidad moderna. Benito Mussolini, antes de ser cabecilla de una banda y dictador, fue un periodista brillante y disruptivo. Revolucionó el lenguaje de la comunicación política de la época, imponiendo una simplificación brutal pero tremendamente efectiva. De oraciones cortas —sujeto, verbo, objeto directo— siempre precedidas del pronombre “yo”, lo que introdujo la pretendida identificación total entre líder y pueblo, desprovista de cualquier preocupación por la coherencia ontológica con la realidad o por la coherencia cronológica con lo dicho ayer o lo que se diría mañana. Cada frase, un eslogan; cada eslogan, una gota de odio. Era un lenguaje al servicio de una política del miedo, vehículo para una propaganda tan tosca como efectiva: todos los problemas del mundo reducidos a uno solo, ese problema a un enemigo, ese enemigo a un extranjero, ese extranjero a una amenaza existencial y, por lo tanto, susceptible de ser eliminado. Cien años después, el populismo soberanista se hace eco de ello en los cuatro puntos cardinales del planeta.

Y así, como glosa ante todo esto, para retomar las palabras de Camus, ¿en qué consiste hoy “la misión del escritor”? Sigue consistiendo en servir a la verdad y a la libertad, en resistir a la opresión y en disipar las mentiras. Sabiendo —con melancólica conciencia— que, al hacerlo, el siglo lo condena a dirigirse a una minoría. Una minoría numerosa, no cabe duda, compuesta por millones de personas, no por miles, pero una minoría, al fin y al cabo. Y, además, una minoría en declive. Sin esperanza de convertirse en mayoría. Al comienzo de la era moderna, y durante un largo período de esta, los lectores eran una minoría de privilegiados. Al final, se han convertido en una minoría de derrelictos, abandonados por las despiadadas corrientes —políticas y tecnológicas— de la nueva era.

¿Sugiero entonces una aristocracia de lectores? En absoluto. Confío y creo, más bien, en una democracia de los lectores. Vislumbro un presente, y un futuro próximo, en el que ciudadanos aún capaces de leer con profundidad —y, por tanto, de analizar, discernir, criticar, pensar, incluso de empatizar con los demás, con esa humanidad ajena a la que todo autor siempre dedica y destina su libro—, por más que en minoría, logren, con la memoria del pasado, la inteligencia de las cosas y el fervor de la lucha, salvaguardar la democracia. ¿Puede y debe la democracia ser salvada por una minoría? No lo sé, pero espero que sí.

Me parece un auspicio coherente con el deber que sentía Camus cuando afirmaba que el escritor, por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia porque está al servicio de quienes la padecen. Ya sean estos los últimos lectores de Occidente o incluso los nuevos analfabetos digitales que se engañan a sí mismos pensando que la dominan.





Antonio Scurati es escritor. Su último libro es el ensayo Fascismo y populismo (Debate). Este texto es su el discurso de aceptación de la medalla del Círculo de Bellas Artes de Madrid

Traducción de Carlos Gumpert.

sábado, 18 de octubre de 2025

"LA ÚLTIMA CLASE". Un cuento de Alphonse Daudet

Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: "¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?"

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

-No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

-¡Silencio! ¡Un poco de silencio!

Yo contaba con este jaleo para deslizarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como la mañana de un domingo. Por la ventana, abierta, veía a mis compañeros alineados en sus sitios, y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta bajo el brazo. No hubo más solución que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No les digo si estaría avergonzado, ni el pánico que tendría!

Pues bien: ¡no! El señor Hamel me miró sin cólera y me dijo dulcemente:

-Siéntate pronto, hijo mío; íbamos a comenzar sin ti.

Me monté sobre el banco, y enseguida me senté en el pupitre. Fue entonces cuando, algo recobrado de mi pavor, eché de ver que el maestro se había puesto su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo sacaba los días de inspección o de distribución de premios. Además, la clase entera tenía un no sabía qué extraordinario, solemne; pero lo que me sorprendió más fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y otros cuantos. Todos ellos parecían tristes, y Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía en las rodillas abierto, con las gruesas gafas entre las páginas. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 17 de octubre de 2025

"SOBRE LA PAZ". Un poema/canción de Raimon (1967)


A veces la paz
no es más que miedo:
miedo de ti, miedo de mi,
miedo de los hombres que no queremos la noche.
A veces la paz
no es más que miedo.

A veces la paz
tiene sabor a muerto.
A los muertos para siempre,
a los que son sólo silencio.
A veces la paz
tiene sabor a muerto.

A veces la paz
es como un desierto
sin voces ni árboles,
como un vacío inmenso donde mueren los hombres.
a veces la paz
es un desierto.

A veces la paz
cierra las bocas
y ata las manos,
sólo te deja las piernas para huir.
A veces la paz.

A veces la paz
no es más que eso:
una vacía palabra
para no decir nada.
A veces la paz.

A veces la paz
hace mucho más daño;
a veces la paz
hace mucho más daño.
A veces la paz.

jueves, 16 de octubre de 2025

"EL 'BOOM' DE LEER EN COMÚN". Álvaro Devís. Revista Plaza 11/10/2025

Llevan existiendo toda la vida, pero, desde el confinamiento, los clubs de lectura han empezado a ser protagonistas del día a día de las librerías en València y en España. Decenas de lectoras (las participantes son, abrumadoramente, lectoras) se reúnen para compartir una experiencia que siempre se ha entendido como íntima, pero que se multiplica cuando se piensa en grupo

Abrir un libro siempre se ha pensado como un gesto íntimo, reservado a los momentos en soledad o, al menos, de tranquilidad. Pero algo cambia cuando ese acto se comparte en voz alta, entre desconocidos, que se convierten en cómplices de lecturas. Siempre pasa igual: la vergüenza inicial, el miedo a no saber qué decir, se disuelve en la conversación y, de repente, la lectura se transforma en experiencia colectiva.

En València, los clubs de lectura se han multiplicado en los últimos años hasta convertirse en uno de los motores de la vida cultural de las librerías y bibliotecas públicas. No es solo un encuentro alrededor de un libro: es la construcción de una comunidad a través de una dinámica sin jerarquías que hace el cierre perfecto del círculo virtuoso de una lectura. «Es un clima muy respetuoso, en el que partimos siempre de que nadie sabe más que nadie», subraya Almudena Amador, de la librería Ramon Llull. En esa atmósfera de confianza, el libro deja de ser únicamente un objeto de consumo para convertirse en excusa, en puente y en territorio compartido.

Para entender el fenómeno, primero los datos: según el informe de la Federación de Gremios de Editores de España, en 2024, la lectura en nuestro país alcanzó un máximo histórico: el 65,5% de la población lee en su tiempo libre, mientras que en la Comunitat Valenciana el índice se quedó en el 63,8%, algo por debajo de la media nacional. El total de población no lectora está en mínimos; desde la pandemia, las dinámicas que ya marcaban un camino se han acentuado.

Y, claro, esto también se ha traducido en ventas y dinamización de las librerías: «Cuando llegó la pandemia, pensábamos que iba a ser el final. Y, todo lo contrario, desde el principio vimos que los clientes querían cuidar sus librerías. Ese boom inicial de ventas consiguió que las librerías mejoráramos mucho, que cuidáramos mejor también a nuestros clientes. Y, sobre todo, creo que estos años han servido para que las instituciones nos tengan en cuenta por primera vez».

Los clubs no son idénticos en todas partes, pero sí comparten una misma pulsión: reunir a gente alrededor de un libro y generar conversación. En La Primera, Julia Carrasco García enumera una larga lista de grupos activos: en una pequeña librería de barrio acogen varios, de literatura norteamericana, de terror, de literatura portuguesa, de filosofía y ensayo, «y otros que van y vienen según las circunstancias». Ella misma coordina uno de literatura griega moderna, heredero de un club dedicado a la antigüedad clásica: «Caí casi por casualidad en ese club, como lectora tímida que solo escuchaba, y acabé lanzándome a hablar, y ahora soy yo quien lo coordina desde la librería», confiesa. Es decir, su vida en la librería La Primera empezó como lectora, luego coordinó un club de lectura y, desde hace apenas unos meses, se ha convertido en su propietaria a través de un traspaso.

Y, claro, esto también se ha traducido en ventas y dinamización de las librerías: «Cuando llegó la pandemia, pensábamos que iba a ser el final. Y, todo lo contrario, desde el principio vimos que los clientes querían cuidar sus librerías. Ese boom inicial de ventas consiguió que las librerías mejoráramos mucho, que cuidáramos mejor también a nuestros clientes. Y, sobre todo, creo que estos años han servido para que las instituciones nos tengan en cuenta por primera vez».

miércoles, 15 de octubre de 2025

"EL CENTENARIO". Un cuento de Augusto Monterroso

-…Lo que me recuerda ­dije yo­ la historia del malogrado sueco Orest Hanson, el hombre más alto del mundo (en sus días. Hoy la marca que impuso se ve abatida con frecuencia).

En 1892 realizó una meritoria gira por Europa exhibiendo su estatura de dos metros cuarenta y siete centímetros. Los periodistas, con la imaginación que los distingue, lo llamaban el hombre jirafa.

Imaginen. Como la debilidad de sus articulaciones no le permitía hacer casi ningún esfuerzo, para alimentarlo era preciso que algún familiar suyo se encaramara en las ramas de un árbol a ponerle en la boca bolitas especiales de carne molida, y pequeños trozos de azúcar de remolacha, como postre. Otros parientes le ataban las cintas de los zapatos. Otro más vivía siempre atento a la hora en que Orest necesitaba recoger del suelo algún objeto que por descuido, o por su peculiar torpeza, se le escapara de las manos. Orest atisbaba las nubes y se dejaba servir. En verdad, su reino no era de este mundo, y se podía adivinar en sus ojos tristes y lejanos una persistente nostalgia por las cosas terrenales. En el fondo de su corazón sentía especial envidia por los enanos, y se soñaba siempre tratando, sin éxito, de alcanzar los aldabones de las puertas y echando a correr, como en las tardes de su niñez.

Su fragilidad llegaba a extremos increíbles. Mientras iba de paseo por las calles cada paso suyo hacía temer, aun a los transeúntes escandinavos, un aparatoso desplome. Con el tiempo sus padres dieron muestras de ávido pragmatismo (que mereció más de una crítica) al decidir que Orest saliera únicamente los domingos, precedido de su tío carnal, Erick, y seguido de Olaf, sirviente, quien recibía en un sombrero las monedas que las almas sentimentales se creían en la obligación de pagar por aquel espectáculo lleno de gravitante peligro. Su fama creció.

Pero es cierto que no hay dicha completa. Poco a poco en el alma infantil de Orest empezó a filtrarse una irresistible afición por aquellas monedas. Finalmente, esta legítima atracción por el metal acuñado vino a determinar su derrumbe y la razón de su extraño fin, que se verá en el lugar oportuno. Barnum lo convirtió en profesional. Pero Orest no sentía el llamado del arte, y el circo sólo le interesó como fuente de dinero. Por otra parte, su espíritu aristocrático no resistía ni el olor de los leones ni que la gente le tuviera lástima. Dijo adiós a Barnum.

A la edad de diecinueve años medía dos metros cuarenta y cinco. Después vino un receso tranquilizador, y sólo a los veinticinco descubrió su estatura normal de dos cuarenta y siete, que ya no lo abandonó hasta la hora de la muerte. El descubrimiento se produjo así. Invitado a visitar Londres por un gracioso capricho de Sus Majestades Británicas, se dirigió al consulado de Inglaterra en Estocolmo para obtener la visa. El cónsul inglés, como tal, lo recibió sin mayores muestras de asombro, y aun se atrevió a preguntarle por sus señas particulares, y a dudar de que midiera dos metros cuarenta y cinco a la hora de hacer la filiación. Cuando el cartabón reveló que eran dos cuarenta y siete, el cónsul hizo el tranquilo gesto que significa “Ya lo decía yo”. Orest no dijo nada. Se acercó en silencio a la ventana y desde allí, resentido, contempló durante largos minutos el mar agitado y el cielo azul en calma.

En adelante la curiosidad de los reyes europeos elevó sus ingresos. En poco tiempo llegó a ser uno de los gigantes más ricos del Continente, y su fama se extendió incluso entre los patagones, los yaquis y los etíopes. En aquella revista que Rubén Darío dirigía en París pueden verse dos o tres fotografías de Orest, sonriente al lado de las más encumbradas personalidades de entonces; documentos gráficos que el alto poeta publicó en el décimo aniversario de su muerte, a manera de homenaje tan merecido como póstumo.

De pronto su nombre descendió de los periódicos.

Pero a pesar de todas las maniobras que se han fraguado para mantener en secreto las causas que concurrieron a su inesperado ocaso, hoy se sabe que murió trágicamente en México durante las Fiestas del Centenario, a las que asistió invitado de manera oficial. Las causas fueron veinticinco fracturas que sufrió por agacharse a recoger una moneda de oro (precisamente un “centenario”‘) que en medio de su rastrero entusiasmo patriótico le arrojó el chihuahueño y oscuro Silvestre Martín, esbirro de don Porfirio Díaz.

Fin

lunes, 13 de octubre de 2025

"LAMENTO Y ESPERANZA". Un poema de Luis Cernuda

Soñábamos algunos cuando niños, caídos
en una vasta hora de ocio solitario
bajo la lámpara, ante las estampas de un libro,
con la revolución. Y vimos su ala fúlgida
plegar como una mies los cuerpos poderosos.

Jóvenes luego, el sueño quedó lejos
de un mundo donde desorden e injusticia,
hinchendo oscuramente las ávidas ciudades,
se alzaban hasta el aire absorto de los campos.
Y en la revolución pensábamos: un mar
cuya ira azul tragase tanta fría miseria.

El hombre es una nube de la que el sueño es viento.
¿Quién podrá al pensamiento separarlo del sueño?
Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana
en la calma este soplo de muerte que nos lleva
pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre.

Un continente de mercaderes y de histriones,
al acecho de este loco país, está esperando
que vencido se hunda, solo ante su destino,
para arrancar jirones de su esplendor antiguo.
Le alienta únicamente su propia gran historia dolorida.

Si con dolor el alma se ha templado, es invencible;
pero, como el amor, debe el dolor ser mudo:
no lo digáis, sufridlo en esperanza. Así este pueblo iluso
agonizará antes, presa ya de la muerte,
y vedle luego abierto, rosa eterna en los mares.

viernes, 10 de octubre de 2025

"SOBRE LA LECTURA". Estanislao Zuleta (1982) [Muy interesante y recomendable]

Voy a hablarles de la lectura. Me referiré a un texto escrito hace unos años. Espero que lo comentemos en detalle para que logremos acercarnos al problema de la lectura. Comencemos con un comentario sobre Nietzsche. Nietzsche tiene muchos textos sobre este tema, pero por ahora les recomiendo sólo dos: el prólogo a la Genealogía de la moral y el capítulo de la primera parte de Zaratustra que se llama “Del leer y el escribir”; hay otros muy buenos en el Ecce Homo y en las Consideraciones intempestivas, particularmente en la que lleva por título, Schopenhauer educador. En ella se habla de lo que significó Schopenhauer para Nietzsche en su juventud y en qué sentido fue para él un educador. Además les recomiendo que se lean Sobre el porvenir de nuestros institutos de enseñanza, pues en él, Nietzsche, hace una crítica de la Universidad como pocas veces se ha hecho, incluso hoy. Vamos a leer el texto sobre la lectura; lo comentaremos y contestaré las objeciones, críticas o insatisfacciones que ustedes me manifiesten. [...]

Si nosotros no llegamos a definir qué significa para Kafka el alimento, entonces nunca podremos entender "La metamorfosis", “Las investigaciones de un perro”, “El artista del hambre”, nunca los podremos leer; cuando nosotros vemos que alimento significa para Kafka motivos para vivir y que la falta de apetito significa falta de motivos para vivir y para luchar, entonces se nos va esclareciendo la cosa. Pero, al comienzo no tenemos un código común, ese es el problema de toda lectura seria, y ahora, ustedes pueden coger cualquier texto que sea verdaderamente una escritura, si no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no cogen nada. Por ejemplo, no cogen nada del Quijote si entienden por locura una oposición a la razón, no cogen ni una palabra, porque precisamente la maniobra de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables, su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos. [...]

La más notable obra de nuestra literatura –porque en toda nuestra literatura no hay nada comparable– en el bachillerato nos la prohíben, es decir, nos la recomiendan; es lo mismo que prohibir, porque recomendar a uno como un deber lo que es una carcajada contra la adaptación, es lo mismo que prohibírselo. Después de eso uno no se atreve ni a leerlo, le cuentan que el gerundio está muy bien usado, le hablan de sintaxis, de gramática, del arte de los que saben cómo se debería escribir pero que escriben muy mal: una cosa que a Cervantes no le interesaba, pues lo que hacía era escribir soberanamente, con las más ocultas fibras de su ser. Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote, con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que queda muerta, no ellos. [...]

Pero si queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con el texto un código común, ni buscarlo en un maestro. ¡Ah! es que todavía no tengo elementos, dicen los estudiantes; el estudiante se puede caracterizar como la personificación de una demanda pasiva. “Explíqueme”, “deme elementos”, “¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?”, “¿cómo estamos en la escalera?”, “¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer El Quijote? No hay que hacer ningún curso. [...]

Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva estudiantil quiere decir, “¿con esto podría presentar examen o no podría?”. Hay que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor – porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema– la pregunta, “¿y esto qué quiere decir?”. Ese profesor puede ser uno mismo, puede ser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un código.  [...]

Pero no vaya a creerse que el trabajo a que aquí nos referimos consiste en restablecer el pensamiento auténtico del autor, lo que en realidad quiso decir. El así llamado autor no es ningún propietario del sentido de su Textos.

Si cogemos el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto siempre dice las cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está cogiendo el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna, porque el sujeto no lo determina ya y eso hace que la escritura sea un desalojo del sujeto. La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la escritura ya no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no la controla nadie; no es propiedad de nadie el sentido de lo escrito. “Este sentido es un efecto incontrolable de la economía interna del texto y de sus relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado: Escritura es aventura, el “sentido” es múltiple, irreductible a un querer decir, irrecuperable, inapropiable. “Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión humanista, pedagógica, opresoramente generosa de una escritura que regale a un “Lector Ocioso” (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir”. [...]

miércoles, 8 de octubre de 2025

El abrazo, un cuento de Margarita Schultz

Su amiga Rosaura le acababa de decir por teléfono que era mejor no salir. Porque era peligroso.

–No se sabe qué puede pasar si alguno de esos seres vestidos como astronautas y con cascos en la cabeza te para en la calle para pedirte el salvoconducto. No salgas mejor, mira que está por llover fuerte, ¡no olvides el paraguas! ¿tienes el salvoconducto a mano? ¡fíjate bien, fíjate si está en tu bolso!

Malena sabía cómo era Rosaura, siempre temerosa, siempre esperando que pasara algo ingrato.

Se decía que esos seres circulaban por la ciudad en unas motos de ruedas grandes como las de cross. Por eso podían subir a las veredas con toda facilidad para detener a alguien. Malena no los había visto de cerca aún. Ellos iban en persecución de los ‘abracistas’, que crecían en número, sobre todo entre los jóvenes. Abrazarse en la calle era para la juventud un deporte nocturno, desafiante… una provocación a la autoridad. Más que por ser negligentes con los contagios posibles, reaccionaban así contra las prohibiciones y persecuciones.

Malena iba con sus zapatillas trajinadas, cómodas, cerca del cordón de la vereda para no caminar junto a las persianas cerradas de las tiendas, parte ahora del paisaje urbano. Ya casi le resultaba natural ver las tiendas así, muchas de ellas hermanadas en el color de la herrumbre. También era habitual ver allí los anuncios de ventas por internet; daban un número de contacto para la compra. Parecía menos dramático cada vez, el desierto humano en las calles… sobre todo los domingos.

Ese casi natural, la hacía sentirse mal consigo misma.

–… no me voy a acostumbrar, ni voy a sentir que eso es normal ¡porque no lo es! –se decía con rabia mientras avanzaba luchando entre el dolor del enojo y el alivio de la costumbre.

El cielo tenía un color gris homogéneo, desagradable, pero por el sur comenzaban a avanzar unas nubes más oscuras que matizaban el color.

Por la calle que cortaba la Avenida cruzó una de esas motos. Alcanzó a percibir al personaje cubierto con uniforme blanco y casco… Malena sintió un sobresalto.

–¡Ese! ¡ese era uno de los persecutores!–

Ahora su caminata se cargó de inquietud… decidió volver a casa.

Cada dos o tres días Malena necesitaba salir de entre las cuatro paredes de su departamento. Recorría entonces los alrededores a veces con un motivo, comprar manzanas por ejemplo, otras, sin motivo alguno, solo por andar y ver calles, árboles, algún ser humano…

Llevaba más de un año esa situación a la que despertaron todos una mañana, doce meses atrás. El Organismo Internacional de Salud reveló por TV el estado de las cosas. Con una breve frase comunicó el inicio del desastre, estamos en pandemia.

Esa mañana de domingo Malena vio cómo el color de la luz del día viraba hacia lo oscuro. Porque se arremolinó un viento circular en las copas verdes de los árboles, sacudidas como si alguna fuerza suprema quisiera arrancarles un secreto. Unas primeras hojas casi otoñales, que aún no tenían derecho de ciudadanía, volaron desprendidas por el viento. Y se desplomó una lluvia de verano, una tormenta de las que se arman en pocos minutos.

Malena abrió el paraguas que había llevado. Caminaba atenta al riesgo de las baldosas mojadas, brillantes. Se acercó más hacia las paredes para aprovechar el resguardo que brindaban los aleros de los balcones.

Domingo sin gente. Alguien pasó a una cuadra de distancia.

Un ciclista pedaleaba por la ciclovía de la Avenida, cubierto el cuerpo con una bolsa negra de residuos. El aguacero caía despiadado sobre su cabeza.

Fue entonces cuando vio algo parecido a una alucinación. Después de un año de cuarentena y aislamiento, aun con la prohibición repetida hasta el cansancio por las autoridades, dos mujeres se abrazaban estrechamente en la vereda.

Malena notó que una de ellas era mayor… La mujer sonreía con tanto énfasis mientras abrazaba a la otra, que sus ojos eran apenas líneas en el rostro.

Un dolor fuerte la golpeó en el pecho. Lo que veía Malena era una enormidad; algo tan sorprendente como descubrir un mundo o recuperar un mundo perdido.

Se detuvo a observarlas, no supo qué hacer, cerró el paraguas y lo apretó bajo la axila con el brazo. Y comenzó a aplaudir… con fuerza, con rabia, con orgullo, con nostalgia, con admiración; no encontró otro modo de expresarse que el aplauso.

La mujer mayor la miró desconcertada; dijo disculpándose:

–Vivimos juntas, es mi hija, me acaba de comunicar algo hermoso, ¡va a ser mamá!

Malena siguió aplaudiendo un momento más y después aclaró:

–Es que hace más de un año que no veo un abrazo que no esté en una película, hace más de un año que no abrazo a nadie…–

La mujer mayor añadió:

–Si no estuviera prohibido ahora mismo te daba un abrazo–.

La hija, que se había apartado, susurró:

–Pero no viene nadie. ¡yo vigilo!–

Se oyó a lo lejos el rugido de una moto… parecía aumentar, acercarse, se miraron, mudas… pero después de un instante interminable, el ruido se disipó.

Malena tiró el paraguas al suelo. Se abrazaron fuerte, en silencio, diciéndose con ese abrazo todos los mensajes imaginables.

Finalmente ella se desprendió de la desconocida, levantó el paraguas, lo abrió y siguió caminando bajo la lluvia, sin mirar atrás, como si lo que acababa de vivir fuera un sueño del cual no quisiera despertar…

FIN