Una noche nació un niño.
Supieron que
era tonto porque no lloraba y estaba negro como el cielo. Lo dejaron en un
cesto, y el gato le lamía la cara. Pero, luego, tuvo envidia y le sacó los
ojos. Los ojos eran azul oscuro, con muchas cintas encarnadas. Ni siquiera entonces
lloró el niño, y todos lo olvidaron.
El niño
crecía poco a poco, dentro del cesto, y el gato, que le odiaba, le hacía daño.
Mas él no se defendía porque era ciego.
Un día llegó
a él un viento muy dulce. Se levantó, y con los brazos extendidos y las manos
abiertas, como abanicos, salió por la ventana.
Fuera, el
sol ardía. El niño tonto avanzó por entre una hilera de árboles, que olían a
verde mojado y dejaban sombra oscura en el suelo. Al entrar en ella, el niño se
quedó quieto, como si bebiera música. Y supo que le hacían falta, mucha falta,
sus dos ojos azules.
—Eran azules
—dijo el niño negro
—. Azules,
como chocar de jarros, el silbido del tren, el frío. ¿Dónde estarán mis ojos
azules? ¿Quién me devolverá mis ojos azules?
Pero tampoco
lloró, y se sentó en el suelo. A esperar, a esperar.
Sonaron el
tambor y la pandereta, los cascabeles, el frufrú de las faldas amarillas y el
suave rastreo de los pies descalzos. Llegaron dos gitanas, con un oso grande. Pobre oso grande, con la piel agujereada. Las gitanas vieron al niño tonto y negro. Le vieron quieto, las manos en las rodillas, las cuencas de los ojos rojas y frescas, y no le creyeronvivo. Pero
el oso, al mirar su cara negra, dejó de bailar. Y se puso a gemir y llorar por
él.
Las gitanas
hostigaron al animal: le pegaron, y le maldijeron sus palabras de cuchillo.
Hasta que sintieron en el espinazo un aliento de brujas y se alejaron, con pies
de culebra. Ataron una cuerda al cuello del oso y se lo llevaron a rastras,
llenas de polvo.
Cayeron
todas las hojas de los árboles, y, en lugar de la sombra, bañó al niño tonto el
color rojo y dorado. Los troncos se hicieron negros y muy hermosos. El sol
corría carretera adelante cuando apareció, a lo lejos, un perro color canela
que no tenía dueño. El niño sintió sus pasos cerca y creyó oír que le daba
vueltas a la cola, como un molino. Pensó que estaba contento.
—Dime, perro
sin amo, ¿viste mis dos ojos azules?
El perro
puso las patas en sus hombros y lamió su cabeza de uvas negras. Luego, lloró
largamente, muy largamente. Sus ladridos se iban detrás del sol, ya escondido
en el país de las montañas.
Cuando
volvió el día, el niño dejó de respirar. El perro, tendido a sus pies toda la
noche, derramó dos lágrimas. Tintinearon, como pequeñas campanillas.
Acostumbrado a andar en la tierra, con las uñas hizo un hondo agujero que olía
a lluvia y a gusanitos partidos, a mariquitas rojas punteadas de negro.
Escondió al niño dentro. Bien escondido, para que nadie, ni los ocultos ríos,
ni los gnomos, ni las feroces hormigas, le encontraran.
Llegó el
tiempo de los aguaceros y del aroma tibio, y florecieron dos miosotis gemelos
en la tierra roja del niño tonto y negro.
FIN
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