La apariencia del laberinto, durante los nueve años que llevaba construido, había cambiado. Sus pasillos se habían llenado de hierbas, la lluvía había formado estanques imprevistos, las abejas habían construido panales en las vigas y por muchos rincones se habían ido acumulando restos de animales y plantas. Todo ello fue aprovechado por Dédalo para el nuevo invento que rondaba su cabeza. Trabajó durante durante días sin descanso, hasta que una mañana le mostró orgulloso a su hijo los dos pares de alas que había construido con los palitos y las plumas que había encontrado.
[...] Todo marchaba a la perfección, aunque ambos no disfrutaban de igual manera del viaje. A Dédalo le costó acostumbrarse, se sentía incómodo con las alas por lo durante un tiempo voló despaci,o concentrado en adaptarse a las nuevas condiciones. Por el contrario Ícaro, desde el primer momento, disfrutó de la nueva experiencia que le aportaba la ingravidez. Se sentía feliz, parecía que hubiese nacido para volar, así que cada vez movía sus alas con más fuerza volando más y más arriba... Cuando por fin Dédalo se adaptó a sus alas y consiguió volar con cierta soltura comenzó a girar la cabeza en busca de su hijo. Pronto el terror invadió su cuerpo. ¡Ícaro no estaba por ninguna parte! Dédalo buscó a la derecha, a la izquierda, arriba... pero no conseguía encontrarlo. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: Cuentos de boca
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