A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede a la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.
Mientras golpea colchonetas y despliega sabanas, empieza a hablar con la verbosidad de un hombre condenado a largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce a sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.
-Triste guerra, señor -dice con la boca llena de lienzo-. ¡Ay, cuando terminara! Mi hijo...mi pobre hijo....
Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del "steward" abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de "gentleman" venido a menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga a sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova. CONTINUAR LEYENDO
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