Déjelos jugar sin presión: concédales y concédase ese tiempo que en enero se sintoniza con su ocio y mírelos sin intervenir demasiado.
“En las playas de todos los mundos se reúnen los niños. Rueda la tempestad por el cielo sin caminos, los barcos naufragan en el mar sin rutas, anda suelta la muerte, y los niños juegan”. Vienen bien estos versos de Rabindranath Tagore para estos días de ocio, cuando tantos niños estrenan juguetes innecesarios y carísimos y otros echan mano de lo que pueden, porque jugar no cuesta nada y, aparte de imaginación, nada requiere, ni siquiera otras personas. ¿Quién no recuerda, acaso, aquel primer placer solitario de la infancia que era hablar con tantas voces y ser a la vez tantas personas?
“Hacen casitas de arena y juegan con las conchas vacías. Su barco es una hoja seca que botan, sonriendo, en la vasta profundidad”, vuelvo a citar el poema de Tagore en este primer lunes del año, por si usted está leyendo al lado de un niño o una niña y no es consciente del milagro: por si no tiene claro que lo más importante de la vida de otro ser humano –su vida emocional, su vida intelectual, su vida imaginaria– se “está jugando” en esa vocecita que conjuga el pretérito imperfecto para decir “digábamos que este palo era un caballo”...
En esos reinos del Nunca Jamás que escapan a la supervisión adulta y que son el patrimonio inmaterial de todas las infancias se ubica lo que el psiquiatra Winnicott llamó “la zona intermedia”: aquel lugar donde la realidad interna y la exterior se encuentran y en la que se refugian los niños durante largas temporadas a explorar el mundo de la mente. Bastan una sábana vieja que puede hacer de techo de la casa imaginaria y unas tacitas de mentira en las que humea un chocolate invisible, para recrear esa marca fundacional de nuestra especie: la necesidad de rebobinar la vida de otra forma y de convertir lo tangible en símbolo para operar con lo invisible.
No hay nada más serio que el juego de los niños y es ese mismo “hacer de cuenta” que inauguramos en la infancia el que luego nos impulsa a crear una novela, una obra de teatro, una sinfonía, un puente colgante, una nave espacial o un invento tan fantástico como internet. Ese “digábamos”, que es el germen de toda creación, debería constituirse en el alfabeto básico de todas las escuelas y la imaginación debería ser considerada la “competencia” esencial para habitar este mundo en el cual los conocimientos se desactualizan a la misma velocidad con la que el último modelo de celular se vuelve obsoleto.
¿Cómo educar a estas generaciones 2015 para un mundo que nosotros, sus padres, sus abuelos y sus maestros, no alcanzamos a vislumbrar ni en sueños; para desempeñar oficios que aún no se han inventado y que ni siquiera imaginamos? Sin duda, el problema no está en los contenidos, sino en los movimientos que les propongamos a esas mentes: en la familiaridad para operar con símbolos conocidos o por conocer, en la generación incesante de preguntas, en la curiosidad y en la experiencia de inventar y transformar. Por eso, en esos castillos de arena que se construyen y se derrumban mientras usted lee esta columna, se erige El Reino de la Posibilidad, donde los niños construyen los cimientos de su casa imaginaria e inventan su propia vida.
Déjelos jugar sin presión: concédales y concédase ese tiempo que en enero se sintoniza con su ocio y mírelos sin intervenir demasiado, a menos que lo inviten a hacer de cuenta que usted era otro. Entonces, despójese de esas ideas utilitarias de “aprender jugando” y limítese a practicar el estribillo de aquella canción de todas las infancias: “que sepa abrir la puerta para ir a jugar”.
Es ese saber el único que basta, y usted lo sabe, porque viene de su infancia. Que sepa abrir la puerta para ir a jugar es mi deseo. ¿Qué mejor forma para empezar un año nuevo, en un milenio ya no tan nuevo?
Yolanda Reyes
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