Quizá la idea fantástica de que el corazón es la casa de los sentimientos se le ocurrió a un filósofo. No tengo el modo de averiguarlo ahora. Sólo diré que esa idea no es nada si se compara con lo que siguió a partir de ella, y que seguramente corrió por cuenta de los poetas: la corazonada de que el corazón es algo externo a uno. Alguien con vida y motivos propios.
Meta el lector la mano en cualquier zona de la poesía y sacará un corazón así; un corazón, es decir, que por lo general resulta ajeno al poeta. Más aún: ningún poeta que se respete ha dejado de tratar a su corazón como algo ajeno. Poetas como López Velarde y Yeats se pasaron la mitad de sus poemas extrañando a su corazón. Lo menos que López Velarde le dijo a su corazón fue “retrógrado”; lo menos que Yeats le dijo al suyo fue “fanático”. O bien, si uno hiciera a un lado las canciones en que el compositor se dirige a su corazón para convocarlo o apostrofarlo, sería inmenso el boquete en la música popular, de Agustín Lara al cantante español Dyango, quien memorablemente se descubrió un “corazón mágico” (“tú por tu lado y yo por ti”, cual debe ser en estos casos). El corazón sólo es comparable a la luna. Esto no es una incitación a la metáfora sino un hecho poético o un hecho de estadística poética: sólo la luna tiene tantos o más poemas que el corazón. (Quizá la historia de la poesía es una historia de puro corazón y mucha luna; luego un poco de flores y algo de cielo azul.) Pero la luna ya está afuera y los poetas se han dedicado a hacerla íntima; al corazón, en cambio, hay que sacarlo porque resiente la excesiva intimidad. Una vez extraído, al corazón se le dicen cosas, se le amonesta, se le celebra, se le añora, se le interroga, se le ignora, se le regaña: en fin, se le niega o se le comprende. En el fondo la poesía se ha dedicado a hacer del corazón un irresponsable. Esto es, se ha dedicado a responsabilizarlo de las propias debilidades, que prácticamente son todas. CONTINUAR LEYENDO
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