Nací y vivo en una ciudad junto al mar que arrastra la dudosa fama de no haber sido novelada nunca con genio. A 28 kilómetros de ella se yergue la heroica Vetusta, la ciudad que "dormía la siesta". Mis paisanos, del polígrafo Jovellanos para acá, apenas han podido oponer a tan gigantesco contrincante un puñado de magníficos pintores.
Escribo esto desde la ironía, por descontado. También en mi rincón del mundo ha habido escritores obstinados en encerrar la realidad dentro del enunciado de una novela. Yo me cuento entre ellos, y desde hace una década me aplico a este propósito con mayor o menor fortuna, pero siempre con ambición. Porque creo que el artista, como quería Miró, debe plantearse su tarea desde la mayor de las ambiciones, con todo el orgullo posible, para ejecutarla con la mayor de las humildades, desde la convicción de que, casi siempre, el territorio del arte es el fracaso.
Creo en la novela como trascendencia secular, como artefacto que alimenta nuestra búsqueda de significado, como recipiente donde se concentran esas verdades ocasionales, íntimas, sometidas a cambio, que me comprometen. Obviamente, el título El mundo es una novela es falso. El mundo no es una novela, pero el mundo nunca resulta tan comprensible como cuando se viste de novela. Si mi hija preguntara cómo era la España en la que nació, le diría que leyera una novela, por ejemplo Crematorio, de Chirbes. Si un hipotético extraterrestre preguntara cómo era el imperio que dominaba la Tierra en el siglo XX, le invitaría a que leyera Submundo.
La novela es una mentira que dice verdades. Yo me aplico a decir verdades, mis verdades, mintiendo novelas. En mis mentirosas novelas me planteo tres preguntas verdaderas que a todos afectan: ¿por qué existen el sufrimiento y eso que llamamos el mal? ¿Qué poder poseen el arte y, por extensión, la belleza para hacerles frente? Si no encuentro un sentido histórico, religioso, ni siquiera biológico a la existencia, ¿por qué me obstino en escribir, por qué no -por ejemplo- me dedico a ser una mala persona?
No poseo respuestas para estas preguntas. No soy político, hombre de Iglesia ni científico. Las respuestas de políticos, hombres de Iglesia y científicos no me interesan: en el primer y el segundo caso, porque no me las creo; en el tercero, porque no me consuelan o, sencillamente, porque me dan miedo. Por eso sigo escribiendo novelas, para interrogar a esa realidad que se obstina en permanecer insobornable a mis anhelos.
Toda ficción es el fantasma de un deseo. Se escribe acerca de lo temido o de lo perdido. Pero uno escribe también acerca de cómo quisiera que fuera la realidad que se construye a este lado del discurso, donde no hay novelas. Uno escribe mentiras esperando que alguien las emplee para construir verdades que hagan del mundo un lugar más habitable. Por eso a menudo recuerdo cierta pregunta de Hölderlin: "¿Para qué sirven los poetas en tiempos de penuria?". Creo que esa pregunta, que sin ser poeta asumo como propia, es la que intento responder cada vez que concibo el mundo como una novela, desde esa ciudad junto al mar en la que nací y vivo, y que arrastra la dudosa fama de no haber sido novelada nunca con genio.
Nota: los subrayados son míos.
Nota: los subrayados son míos.
Fuente: elpais.com
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