Antes de la época contemporánea, el mundo jamás había sido escenario de una circulación tan intensa de los pueblos que lo habitan, ni de tantos encuentros entre ciudadanos de países diferentes. Las razones de tales movimientos de pueblos e individuos son múltiples. La celeridad de las comunicaciones incrementa el prestigio de los artistas y de los sabios, de los deportistas y de los militantes por la paz y la justicia, poniéndolos al alcance de los hombres de todos los continentes. La actual rapidez y facilidad de los viajes invita hoy a los habitantes de los países ricos a practicar un turismo de masas. La globalización de la economía, por su parte, obliga a sus elites a estar presentes en todos los rincones del planeta y a los obreros a desplazarse allá donde puedan encontrar trabajo. La población de los países pobres intenta por todos los medios acceder a lo que considera el paraíso de los países industrializados, en busca de unas condiciones de vida dignas. Otros huyen de la violencia que asola sus países: guerras, dictaduras, persecuciones, actos terroristas. A todas esas razones que motivan los desplazamientos de las poblaciones se han sumado, desde hace algunos años, los efectos del calentamiento climático, de las sequías y de los ciclones que este conlleva. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, por cada centímetro de elevación del nivel de los océanos, habrá un millón de desplazados en el mundo. El siglo XXI se presenta como aquel en el que numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país de origen y adoptar, provisional o permanentemente, el estatus de extranjero.
Todos los países establecen diferencias entre sus ciudadanos y aquellos que no lo son, es decir, justamente, los extranjeros. No gozan de los mismos derechos, ni tienen los mismos deberes. Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del país en el que viven, aunque no participen en la gestión del mismo. Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de actos y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia. Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo y nos lanzan llamadas de auxilio. Esto nos atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de nosotros es un extranjero en potencia.
Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia. Ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos a nosotros mismos como desde fuera. Nadie es definitivamente bárbaro o civilizado y cada cual es responsable de sus actos. Pero nosotros, que hoy recibimos este gran honor, tenemos la responsabilidad de dar un paso hacia un poco más de civilización.
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