Eran un zar y una zarina que tenían un hijo y una hija. El hijo se llamaba Ivanuchka y la hija Alenuchka.
Cuando el zar y la zarina murieron, los hijos, como no tenían ningún pariente, se quedaron solos y decidieron irse a recorrer el mundo.
Se pusieron en camino y anduvieron hasta que el sol subió en el cielo a su mayor altura y sus rayos les quemaban implacablemente, haciéndoles ahogarse de calor sin ver a su alrededor vivienda alguna que les sirviera de refugio, ni árbol a la sombra del cual pudieran acogerse.
-Tengo sed -dijo Ivanuchka.
-No bebas, hermanito, porque si bebes te transformarás en un ternero -le advirtió Alenuchka.
Ivanuchka obedeció y ambos siguieron su camino.
Anduvieron un buen rato y llegaron a un río, a la orilla del cual pacía una manada de caballos.
-¡Oh, hermanita! ¡Si supieras qué sed tengo! -dijo otra vez Ivanuchka.
-No bebas, hermanito, porque te transformarás en un potro.
Ivanuchka obedeció y continuaron andando; después de andar mucho tiempo vieron un lago, al lado del cual pacía un rebaño de ovejas.
-¡Oh, hermanita! ¡Quiero beber!
-No bebas, Ivanuchka, que te transformarás en un corderito.
Obedeció el niño otra vez; siguieron adelante y llegaron a un arroyo, junto al cual los pastores vigilaban a una piara de cerdos.
-¡Oh, hermanita! ¡Ya no puedo más, tengo una sed abrasadora! -exclamó Ivanuchka.
-No bebas, hermanito, porque te transformarás en un lechoncito.
Otra vez obedeció Ivanuchka, y ambos siguieron adelante. Anduvieron, anduvieron; el sol estaba todavía alto en el cielo y quemaba como antes; el sudor les corría por todo el cuerpo y todavía no habían podido encontrar ninguna vivienda. Al fin vieron un rebaño de cabras que pacía cerca de una laguna. CONTINUAR LEYENDO
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