Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para
salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así
la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuánto le había ocurrido
en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus
meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo
cordial de Año Nuevo.
Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y
darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta:
«Mi adorable Irene:
Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti...»
No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venía...
Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de
aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido
y logrado con verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de
ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y
práctico.
«Hizo balance» de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de
sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado
su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto
la quería y cuál podía ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió
arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y
agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.
Un campanillazo lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un
desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía,
salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio
en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en
la pared. CONTINUAR LEYENDO
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