Esta semana se cumplen sesenta años de la publicación de Pedro Páramo, una de las más importantes novelas de la literatura latinoamericana del siglo XX. Grande, paradójicamente, a pesar de su brevedad: alrededor de cien páginas. En muchos otros textos de la narrativa del “boom”, aparece el personaje del dictador, o del “poderoso” del pueblo, que marca a fuego la vida de quienes lo rodean y la historia que se relata. Asturias, Roa Bastos, García Márquez, han publicado extensas novelas que han tenido en estos personajes, su figura central.
Rulfo fue mucho más breve, pero trazó su historia de manera tan magistral, que en esas pocas páginas los lectores asistimos a la historia de Pedro Páramo desde su infancia hasta su muerte, ya anciano.
Las voces que narran la historia de Comala nos llegan desde la tumba. Juan Preciado, Dorotea, Eduviges Dyada, Susana San Juan, el propio Pedro, comparten una condición que los iguala: están muertos. Y todos murieron sin el perdón de sus pecados, y son, por lo tanto, almas en pena.
Juan, porque llegó a Comala, sin saber que ya se trataba de un pueblo de fantasmas. Y los demás, porque son feligreses del padre Rentería, que estaba él mismo en pecado, (al decir del cura de Contla), por haber permitido que el poder político destrozara su Iglesia: “Quiero creer que todos siguen siendo creyentes; pero no eres tú el que mantiene su fe; lo hacen por superstición y por miedo”, le dice. Y le prohíbe la administración de los santos óleos.
Comala es entonces, un pueblo condenado, situado “en la mera boca del infierno”, un pueblo lleno de murmullos y de fantasmas en el que nada es lo que parece y en el que manda “un rencor vivo”, Pedro Páramo, que está muerto.
Cuando pensamos en las voces de esos condenados, no podemos dejar de considerar que, aunque están igualados por la muerte, cada uno fue quien fue y ocupó el lugar que le tocó mientras andaba por la tierra. Un lugar signado por la desigualdad. Y esa injusticia que los marcó en la vida, los alcanza también al morir.
Juan no eligió ser hijo natural de Pedro Páramo y que este le negara reconocimiento. María Dyadano eligió que su hermana se suicidara. Susana San Juan no eligió la locura.
En Comala, siempre decide el Poder. El padre Rentería elige no pedir por el alma de Eduviges, porque su hermana no tiene dinero para comprar el perdón. También decide no absolver a Miguel, el único de los numerosos hijos a quien Pedro Páramo decidió dar su apellido. Por último elige irse a la guerra cristera y abandonar a los demás feligreses a su suerte.
Y el otro personaje que elige y decide es Pedro, claro: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”, afirma, cuando ve que se festeja la muerte de Susana San Juan, la única persona a la que amó en toda su vida.
En esta hermosa y terrible novela, escuchamos las charlas bajo la tierra de estos personajes que nos contagian su melancolía y su asfixia. Lo único que nos alivia por momentos, son los recuerdos de la infancia del protagonista, su único lazo con la felicidad.
A lo largo de esas cien páginas, los lectores seguimos acompañando, como otros lo hicieron hace sesenta años, las voces entrañables de aquellos que, después de la muerte, siguen penando por los pecados de los poderosos.
Fuente: Programa de Bibliotecas para Amar
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