Siempre ha habido y habrá en el sistema educativo, por su propia naturaleza y función social, un conjunto de valores que lo impregnan. Incluso se puede hacer de la transmisión machacona de ciertos contenidos ideológicos y morales el fin primordial de la enseñanza, como hizo el nacionalcatolicismo que padecimos varias generaciones de postguerra en la escuela y en la familia; un adoctrinamiento cerrado en unos valores partidistas y trasnochados, cuya estulticia evoca Andrés Sopeña, con irresistible comicidad, en El florido pensil.
La reacción visceral de muchos a aquella «formación del espíritu nacional» nos provoca hoy, desde campos de pensamiento opuestos, lógicas reticencias sobre la eficacia general de la persecución voluntarista de objetivos en las conductas y actitudes y sobre la legitimidad de una escuela beligerante que defienda unas ideas y rechace otras.
Pero la verdadera educación constituye siempre una educación moral y exige la defensa de unos valores y una posición ante el mundo. Y ello tanto para los valores que queremos conservar en nuestra sociedad como para nuestras aspiraciones de transformarla. El peligro de una enseñanza cargada de contenidos programáticos y más ocupada en suscitar adhesiones que en favorecer un pensamiento crítico autónomo, sin duda existe, aunque, en mi opinión, no es el más grave, hoy por hoy. Lo es más la conducta «profesional», «puramente académica y técnica» de buena parte del profesorado que, en todos los niveles educativos, y en grado creciente hasta la Universidad, desligamos nuestra tarea de los problemas globales de la sociedad y de las personas para atender exclusivamente a los parciales y particulares de nuestra concreta materia y pequeña parcela de saber. CONTINUAR LEYENDO
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