martes, 26 de agosto de 2025

"DOS AMIGOS". Un cuento de Guy de Maupassant

En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.

En otoño, al caer el día, cuando el cielo ensangrentado por el sol poniente lanzaba al agua figuras de nubes escarlatas, empurpuraba el entero río, inflamaba el horizonte, ponía rojos como el fuego a los dos amigos, y doraba los árboles ya enrojecidos, estremecidos por un soplo de invierno, el señor Sauvage miraba sonriente a Morissot y pronunciaba: «¡Qué espectáculo!» Y Morissot respondía maravillado, sin apartar los ojos de su flotador: «Esto vale más que el bulevar, ¿eh?»

En cuanto se reconocieron, se estrecharon enérgicamente las manos, muy emocionados de encontrarse en circunstancias tan diferentes. El señor Sauvage, lanzando un suspiro, murmuró:

-¡Cuántas cosas han ocurrido!

Morissot, taciturno, gimió:

-¡Y qué tiempo! Hoy es el primer día bueno del año.

El cielo estaba, en efecto, muy azul y luminoso.

Echaron a andar juntos, soñadores y tristes. Morissot prosiguió:

-¿Y la pesca, eh? ¡Qué buenos recuerdos!

El señor Sauvage preguntó:

-¿Cuándo volveremos a pescar?

Entraron en un café y tomaron un ajenjo; después volvieron a pasear por las aceras.

Morissot se detuvo de pronto:

-¿Tomamos otra copita?

El señor Sauvage accedió:

-Como usted quiera.

Y entraron en otra tienda de vinos.

Al salir estaban bastante atontados, perturbados como alguien en ayunas cuyo vientre está repleto de alcohol. Hacía buen tiempo. Una brisa acariciadora les cosquilleaba el rostro.

El señor Sauvage, a quien el aire tibio terminaba de embriagar, se detuvo:

-¿Y si fuéramos?

-¿A dónde?

-Pues a pescar.

-Pero, ¿a dónde?

-Pues a nuestra isla. Las avanzadas francesas están cerca de Colombes. Conozco al coronel Dumoulin; nos dejarán pasar fácilmente.

Morissot se estremeció de deseo:

-Está hecho. De acuerdo.

Y se separaron para ir a recoger los aparejos.

Una hora después caminaban juntos por la carretera. En seguida llegaron a la ciudad que ocupaba el coronel. Éste sonrió ante su petición y accedió a su fantasía. Volvieron a ponerse en marcha, provistos de un salvoconducto CONTINUAR LEYENDO

lunes, 25 de agosto de 2025

"HAY DOLENCIAS PEORES QUE LAS DOLENCIAS". Un poema de Fernando Pessoa

Hay dolencias peores que las dolencias,
hay dolores que no duelen, ni en el alma
pero que son dolorosos más que los otros.

Hay angustias soñadas más reales
que las que la vida nos trae, hay sensaciones
sentidas solo con imaginarlas
que son más nuestras que la misma vida.

Hay tantas cosas que, sin existir,
existen, existen demoradamente,
y demoradamente son nuestras y nosotros…

Por sobre el verde turbio del ancho río
los circunflejos blancos de las gaviotas…
Por sobre el alma el aleteo inútil
de lo que no fue, ni puede ser, y es todo.

Dame más vino, porque la vida es nada.

domingo, 24 de agosto de 2025

"LAS MUJERES EN AFGANISTÁN DESAFÍAN A LOS TALIBANES CON CLUBES DE LECTURA SECRETOS EN WHATSAPP y TELEGRAM. Omid Sobhani, El País, 15 AGO 2025

En la imagen, la licenciada en Derecho, Fahr Parsi (nombre ficticio), sostiene un libro mientras oculta su rostro, como reflejo de su papel en la organización de clubes secretos de lectura para mujeres en Afganistán, pero también para protegerse de las represalias de los talibanes, en junio de 2025.

 

La resistencia se abre paso en sesiones clandestinas y virtuales, creadas en el país y desde el exilio, donde las afganas leen, debaten y comparten archivos escaneados en PDF de libros prohibidos

La tarde del 15 de agosto de 2021, Fahr Parsi estaba ordenando libros en las estanterías de su biblioteca para mujeres en Kabul cuando los talibanes irrumpieron en la ciudad. Ese día comenzó a instaurarse en Afganistán lo que expertos de Naciones Unidas considera un “apartheid de género”, un término que define el acoso y la progresiva reducción de los derechos más elementales por el simple hecho de ser mujer.

Esta licenciada en Derecho, que tiene 29 años y utiliza el seudónimo Fahr Parsi por motivos de seguridad, vio derrumbarse sus sueños en pocas horas. La biblioteca que había fundado con sus compañeras de universidad en 2019 tendría que cerrar y dejar de ser un espacio que hasta entonces bullía con las voces de mujeres que hablaban de literatura y derecho y contaban sus aspiraciones. Parsi se apresuró con sus amigas a vender las sillas y las estanterías para pagar el alquiler pendiente. Luego, de noche, trasladaron la colección de 4.000 libros a un lugar secreto de Kabul, donde los talibanes no pudieran encontrarlos.

Junto con otras mujeres, salió a las calles de Kabul para protestar contra las restricciones impuestas por los talibanes a la educación, el trabajo y las libertades públicas. Según cuenta, dos amigas suyas fueron detenidas y sufrieron torturas en prisión. Cuando regresó a casa, su familia le rogó que renunciara a su activismo. La súplica de sus padres tenía el peso de una sociedad en la que el honor familiar puede quedar destruido por la vinculación con la disidencia. “Si te encarcelan, puedes poner en peligro tu seguridad y arruinar nuestra reputación”, le dijeron.

Desde que los talibanes recuperaron el poder en Afganistán, las niñas tienen prohibido asistir a la escuela secundaria y las universidades están totalmente cerradas a las mujeres, incluso los programas de formación médica. Las afganas tienen prohibido acceder a la mayoría de los trabajos, parques públicos, gimnasios, bibliotecas y cafeterías. No pueden viajar sin ir acompañadas de un mahram (un familiar cercano que sea varón, por ejemplo, el marido o un hermano) y, según el último decreto, tienen prohibido hablar en público.

Decenas de mujeres que han desobedecido estas normas con manifestaciones o haciendo preguntas en público han acabado detenidas y muchas de ellas denuncian haber sufrido torturas y abusos sexuales en las cárceles.

Los libros también son objeto de esta guerra ideológica. Los talibanes han confiscado volúmenes de bibliotecas públicas de Herat y Kabul, en particular los de autores, tanto afganos como extranjeros, cuyo contenido entra en conflicto con la ideología talibán. Cuando descubren a una mujer leyendo libros o educándose en secreto, la someten a acoso y palizas físicas y su familia también corre peligro de recibir castigos.

Zalmai Forotan, inspector de bibliotecas de los talibanes, declaró a la BBC persa en noviembre de 2024 que los libros que tuvieran “temas controvertidos desde el punto de vista ideológico o religioso” o que mostraran imágenes de seres vivos serían examinados y confiscados, un proceso que ha dejado las estanterías de las bibliotecas cada vez más vacías. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 23 de agosto de 2025

"DE SU VENTANA A LA MÍA". Un cuento de Carmen Martín Gaite escrito tras el fallecimiento de su madre

New York, 21 de enero de 1982

Anoche soñé que le estaba escribiendo una carta muy larga a mi madre para contarle cosas de Nueva York, pero era una forma muy peculiar de escritura. Estaba sentada en esta misma habitación, desde cuyos ventanales se ve el East River, y lo que hacía no era propiamente escribir, sino mover los dedos con gestos muy precisos para que la luz incidiera de una forma determinada en un espejito como de juguete que tenía en la mano y cuyos reflejos ella recogía desde una ventana que había enfren­te, al otro lado del río. Se trataba de una especie de código secreto, de un juego que ella había estado mucho tiempo tratándome de enseñar. (Como cuando me quería enseñar a coser y me decía que era cuestión de paciencia. «¿Ves como si te pones te sale bien? Mira, el secreto está en no tener prisa y en atender a cada puntada como si esa que das fuera la cosa más importante de tu vida.»)

Y la felicidad que me invadía en el sueño no radicaba sólo en poderle contar cosas de Nueva York a mi madre y en tener la certeza de que ella, aun después de muerta, me oía, sino también en la complacencia que me propor­cionaba mi destreza, es decir, en haber aprendido a man­darle el mensaje de aquella forma tan divertida y tan rara, que además era un juego secretamente enseñado por ella y que nadie más que nosotras dos podía compartir.

Las culebrillas de mi mensaje pasaban por encima del East River, que arrastra trozos de hielo, por encima de los remolcadores y de los barcos de carga; esquivaban el choque de los helicópteros, se metían por debajo del Queensboro Bridge y llegaban indemnes a su destino. «Al fin, ¿lo ves como no era tan difícil?» CONTINUAR LEYENDO

viernes, 22 de agosto de 2025

"RETROSPECTIVA EXISTENTE". Un poema de Miguel Labordeta

Miguel Labordeta

Me registro los bolsillos desiertos
para saber dónde fueron aquellos sueños.
Invado las estancias vacías
para recoger mis palabras tan lejanamente idas.
Saqueo aparadores antiguos,
viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas,
estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato,
pero nadie me dice quién fui yo.

Aquellas canciones que tanto amaba
no me explican dónde fueron mis minutos,
y aunque torturo los espejos
con peinados de quince años,
con miradas podridas de cinco años
o quizá de muerto,
nadie, nadie me dice dónde estuvo mi voz
ni de qué sirvió mi fuerte sombra mía
esculpida en presurosos desayunos,
en jolgorios de aulas y pelotas de trapo,
mientras los otoños sedimentaban
de pálidas sangres
las bodegas del Ebro.

¿En qué escondidos armarios
guardan los subterráneos ángeles
nuestros restos de nieve nocturna atormentada?
¿Por qué vertientes terribles se despeñan
los corazones de los viejos relojes parados?
¿Dónde encontraremos todo aquello
que éramos en las tardes de los sábados,
cuando el violento secreto de la Vida
era tan sólo
una dulce campana enamorada?
Pues yo registro los bolsillos desiertos
y no encuentro ni un solo minuto mío,
ni una sola mirada en los espejos
que me diga quién fui yo.

jueves, 21 de agosto de 2025

"INFECTADA". Leila Guerreiro, El País.

Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será

Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, y Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, fueron retirados de los programas escolares de un condado de Virginia por quejas de una madre cuyo hijo adolescente se perturbó ya que incluían “insultos raciales y palabras ofensivas”. Sucede en Estados Unidos pero, como allí empieza todo (del nacionalismo recio al blanqueamiento dental), hacia allí vamos. Por eso quiero dejar expuesto mi pecado, del que no me arrepiento: para recordarme a mí misma, cuando los adolescentes sean almas tan sensibles que no puedan leer Platero y yo sin ir al psiquiatra, cómo era este mundo cuando podía lastimarte pero valía la pena. No me pesa, señor, ni me arrepiento de haber hojeado, siendo pequeña, libros que mis padres me pedían que no leyera porque tenían escenas de sexo o de violencia, ni de haber leído los cuentos bestiales de Horacio Quiroga donde nenitas preciosas eran degolladas por sus hermanos con deficiencias mentales, ni del chorro de entrañas de Santiago Nasar. No sé qué de todo eso me hizo lo que soy, alguien que era feliz incluso cuando creía que no lo era, que alguna vez leyó, asociada con Jack London, la frase “ningún hombre sobre mí” y la hizo su escudo. Pero no me arrepiento. De chica leí libros que me destrozaron —Los niños terribles, de Cocteau—, que me produjeron pesadillas —El país de octubre, de Bradbury—, o que no entendí —Muerte en Venecia, de Thomas Mann—. Y no estuve en el infierno pero sé cómo es porque leí El pozo y el péndulo,de Poe. Cuando este sea un mundo repleto de adolescentes hipersensibles que no puedan comer un pollo sin echarse a llorar, yo seguiré con mi presa entre los dientes, viviendo de la forma en que los libros me enseñaron a vivir. Me gusta mi mundo sucio, contradictorio, mugriento y bajo. No lo cambio por el lugar desinfectado que, dentro de poco, será.

miércoles, 20 de agosto de 2025

"MATAR A UN ELEFANTE". Un cuento de George Orwell

En Moulmein, en la Baja Birmania, fui odiado por un gran número de personas; se trató de la única vez en mi vida en que he sido lo bastante importante para que me ocurriera eso. Era subcomisario de la policía de la ciudad y allí, de un modo carente de objeto y trivial, el sentimiento antieuropeo era enconado. Nadie tenía agallas para promover una revuelta, pero si una mujer europea paseaba sola por los bazares, seguro que alguien le escupía jugo de betel al vestido. Como policía, yo era un blanco evidente y me atormentaban siempre que parecía seguro hacerlo. Si un ágil birmano me ponía la zancadilla en el campo de fútbol y el árbitro (otro birmano) hacía la vista gorda, la multitud estallaba en sardónicas risas. Eso sucedió más de una vez. Al final, los socarrones rostros amarillos de los chicos que me encontraba por todas partes, los insultos que me proferían cuando estaba a suficiente distancia, me alteraron los nervios. Los jóvenes monjes budistas eran los peores. En la ciudad los había a millares y ninguno parecía tener más ocupación que apostarse en las esquinas y mofarse de los europeos.

Todo esto era desconcertante y molesto. Por aquel entonces yo había decidido que el imperialismo era un mal y que cuanto antes me deshiciera de mi trabajo y lo dejara, mejor. En teoría — y en secreto, por supuesto — estaba totalmente a favor de los birmanos y totalmente en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con mayor encono del que tal vez logre expresar. En una ocupación como ésa se presencia de cerca el trabajo sucio del imperio. Los desgraciados prisioneros hacinados en las jaulas malolientes de los calabozos, los rostros grises y atemorizados de los convictos con condenas más largas, las nalgas laceradas de los hombres que han sido azotados con cañas de bambú; todo eso me oprimía con un insoportable cargo de conciencia. Pero no podía ver la dimensión real de las cosas. Era joven, no tenía muchos estudios y me había visto obligado a meditar mis problemas en el absoluto silencio que le es impuesto a todo inglés en Oriente. Ni siquiera sabía que el Imperio Británico agoniza, y menos aún que es muchísimo mejor que los imperios más jóvenes que van a sustituirlo. Todo cuanto sabía era que me encontraba atrapado entre el odio al imperio al que servía y la rabia hacia las bestiecillas malintencionadas que intentaban hacerme el trabajo imposible. Una parte de mí pensaba en el Raj británico como en una tiranía inquebrantable, un yugo impuesto por los siglos de los siglos a la voluntad de pueblos sometidos; otra parte de mí pensaba que la mayor dicha imaginable sería hundir una bayoneta en las tripas de un monje budista. Sentimientos como éstos son los efectos normales del imperialismo; que se lo pregunten si no a cualquier oficial angloindio, si se lo puede pescar cuando no está de servicio.

Un día sucedió algo que, de forma indirecta, resultó esclarecedor. En sí fue un incidente minúsculo, pero me proporcionó una visión más clara de la que había tenido hasta entonces de la auténtica naturaleza del imperialismo, de los auténticos motivos por los que actúan los gobiernos despóticos. A primera hora de la mañana, el subinspector de una comisaría del otro extremo de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante estaba arrasando el bazar. ¿Sería tan amable de acudir y hacer algo al respecto? No sabía qué podía hacer yo, pero quería ver lo que ocurría, así que me monté en un poni y me puse en marcha. Me llevé el rifle, un viejo Winchester del 44 demasiado pequeño para matar un elefante, pero pensé que el ruido me sería útil para asustarlo. Varios birmanos me detuvieron por el camino y me contaron las andanzas del animal. Por supuesto, no se trataba de un elefante salvaje, sino de uno domesticado con un ataque de «furia». Lo habían encadenado, como hacen siempre que un elefante domesticado va a tener un ataque de «furia», pero la noche anterior había roto las cadenas y se había escapado. Su mahaut, la única persona que sabía cómo tratarlo cuando estaba en aquel estado, había salido en su busca, pero había errado el camino y se encontraba a doce horas de viaje. Por la mañana, el elefante había irrumpido de pronto en la ciudad. La población birmana no tenía armas y se veía bastante indefensa ante el animal. Ya había destrozado la choza de bambú de alguien; había matado una vaca, asaltado varios puestos de fruta y devorado la mercancía; también se había encontrado con el furgón municipal de la basura y, nada más bajar el conductor de un salto y poner pies en polvorosa, había volcado el vehículo y arremetido violentamente contra él. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 17 de agosto de 2025

"NIÑO MUERTO". Un poema de Luis Cernuda

El 22 de mayo de 1937, a bordo del transatlántico Habana, llegaron al puerto de Southampton (Inglaterra) 3800 niños vascos, evacuados de la ciudad sitiada de Bilbao. Soportaban la triste fortuna de huir de la guerra, porque los necesitados y los miserables sólo pueden esperar la suerte de alejarse de sus familias y de sus tierras para encontrar en lugares ajenos una ventana desde la que mirar al horizonte.

Los niños más dañados por la tragedia española, los que habían perdido a sus padres en los bombardeos en las trincheras, fueron acogidos de manera especial en la residencia de Lord Farringdon. Luis Cernuda trabajó allí, dedicando los primeros momentos de su exilio a la tarea imposible de salvar infancias destruidas.

Cernuda hizo amistad con un muchacho llamado José Sobrino, que después de una muerte pudorosa y dignísima se convirtió en protagonista de uno de los poemas más conmovedores de «Las Nubes».

Era un adolescente de 14 ó 15 años, muy listo, capaz de aprender inglés en unos meses y de destacar en los estudios. Cuando Lord Farrington, asombrado por su inteligencia, pensó en mandarlo a un colegio prestigioso de los que santifican la superioridad cultural de las élites, José Sobrino sólo tuvo una respuesta: “mi padre trabajó en los altos hornos y en los altos hornos trabajaré yo”.

La lealtad a sus recuerdos impedía cualquier alejamiento íntimo de su familia y de su clase. Hay cosas que no pueden destruir las bombas, dignidades que están a salvo incluso de la muerte. Cuando enfermó de leucemia y supo que iba a morir, aceptó la desgracia con un temple que pocas veces suelen alcanzar los patriotas con el pecho alicatado de medallas.

Un cura católico, preocupado por la salvación de su alma, intentó varias veces confesarlo y darle la comunión. Ante las negativas del muchacho, el cura le suplicó que por lo menos mirase el crucifijo que le ofrecía. José Sobrino accedió, lo observó unos segundos y contestó: “rediós, qué feo es”.

José Sobrino despidió al sacerdote y rogó que llamaran a Luis Cernuda. Hablaron de la soledad, de los recuerdos, de la generosidad y mezquindad humana, de las ciudades destruidas por la guerra, de su padre, de lo que significa vivir, de lo que supone la muerte.

Una serenidad triste y firme se apoderó de la habitación. Dos soledades se hicieron compañía, sin rebajas, sin mentiras, sin falsas ilusiones, con el nudo en la garganta que queda en uno mismo cuando decide ser más fuerte que el propio desconsuelo.

El muchacho le pidió a Cernuda que le recitara algún poema, tal vez uno de esos poemas que nacen del orgullo herido y del empeño de responder con dignidad a las crueldades irreparables.

Al terminar Cernuda de leer, José Sobrino agradeció el poema y le dijo: “Ahora, por favor, no se marche, pero me voy a volver hacia la pared para que no me vea morir”.

No se trató de un último juego, ni de una broma desesperada. Tardó poco en quedarse muerto de cara a la pared.

El poeta comprendió su pudor, la intimidad de una situación que pertenece a la propia raíz de nuestra vida, la negación a convertirnos en un espectáculo cuando dejamos de ser nosotros mismos. El respeto y el silencio son un equipaje imprescindible a la hora de ofrecer los cuidados de la verdadera compañía.

(Narración de los hechos realizada por Luis García Montero)

Luis Cernuda escribió esta elegía que le dedicó con el título de ‘Niño Muerto’:

NIÑO MUERTO

Si llegara hasta ti bajo la hierba
joven como tu cuerpo, ya cubriendo
un destierro más vasto con la muerte,
de los amigos la voz fugaz y clara,
con oscura nostalgia quizá pienses
que tu vida es materia del olvido.

Recordarás acaso nuestros días,
este dejarse ir en la corriente
insensible de trabajos y penas,
este apagarse lento, melancólico,
como las llamas de tu hogar antiguo,
como la lluvia sobre aquel tejado.

Tal vez busques el campo de tu aldea,
el galopar alegre de los potros,
la amarillenta luz sobre las tapias,
la vieja torre gris, un lado en sombra,
tal una mano fiel que te guiara
por las sendas perdidas de la noche.

Recordarás cruzando el mar un día
tu leve juventud con tus amigos
en flor, así alejados de la guerra.
La angustia resbalaba entre vosotros
y el mar sombrío al veros sonreía,
olvidando que él mismo te llevaba
a la muerte, tras un corto destierro.

Yo hubiera compartido aquellas horas
yertas de un hospital. Tus ojos solos
frente a la imagen dura de la muerte.
Ese sueño de Dios no lo aceptaste.
Así como tu cuerpo era de frágil,
enérgica y viril era tu alma.

De un solo trago largo consumiste
la muerte tuya, la que te destinaban,
sin volver un instante la mirada
atrás, tal hace el hombre cuando lucha.
Inmensa indiferencia te cubría
antes de que la tierra te cubriera.

El llanto que tú mismo no has llorado,
yo lo lloro por ti. En mí no estaba
el ahuyentar tu muerte como a un perro
enojoso. E inútil es que quiera
ver tu cuerpo crecido, verde y puro,
pasando como pasan estos otros
de tus amigos, por el aire blanco
de los campos ingleses, vivamente.

Volviste la cabeza contra el muro
con el gesto de un niño que temiese
mostrar fragilidad en su deseo.
Y te cubrió la eterna sombra larga.
Profundamente duermes. Mas escucha:
Yo quiero estar contigo; no estás solo.

sábado, 16 de agosto de 2025

"REÍR A LÁGRIMA VIVA". Irene Vallejo

Grabado a fuego en la memoria, con trazos más imborrables que tus penas o alegrías, arde el recuerdo de las veces en que hiciste el ridículo. Todavía te escuecen aquellas carcajadas y aquella vergüenza. Durante la adolescencia —nuestra zambullida hormonal en el melodrama y el malditismo—, aprendemos a temer la burla ajena por encima de todas las cosas, y nos adentramos en la edad adulta demasiado serios y envarados. Pasa el tiempo y seguimos sin saber afrontar nuestras imbecilidades y nuestros tierra trágame, el espectáculo cómico que somos para los demás. Aprender a reírnos de nuestros propios desastres es un recurso elegante para momentos bochornosos; en palabras de Boris Vian, la cortesía de la desesperación.

Entre los antiguos griegos circuló la epopeya humorística Margites, atribuida al mismísimo Homero, una parodia de la Ilíada y la Odisea. Por alusiones de otros autores sabemos que el tal Margites era tan torpe que fracasaba en todo: un auténtico dechado de despropósitos. De ese famoso personaje, escribió Aristóteles, procede la estrambótica familia de la comedia. Pese a su importancia, el poema no se conservó. También en la filosofía salió perdiendo la risa frente a la melancolía. Se contaba que el sabio Heráclito lucía siempre una cara adusta y ceñuda, porque la condición humana le parecía triste; en cambio Demócrito, que albergaba una opinión similar sobre sus congéneres, se mostraba risueño. De los dos, Demócrito ha sido el más vilipendiado. Su obra se perdió, a excepción de algunos fragmentos, como si todo pensar debiera ser serio y la razón no supiera reír.

Hace veinte siglos el romano Ovidio osó incluir en sus Amores un asunto incómodo del repertorio erótico. Lo abordó en verso y con gracia, invitándonos a relajarnos y asumir sin complejos nuestras incompetencias: “¡Qué gozos no me imaginé en mi mente callada, con qué posturas no estuve fantaseando! Junto a la chica, sin embargo, mi miembro yacía como si hubiera muerto antes de tiempo, más marchito que una lechuga cortada el día anterior”. Desde el flirteo hasta el sexo, es saludable tomarse con humor los tropiezos, las torpezas, las lorzas, el miedo, la aceleración incontrolada, los estragos del cansancio, los ruidos intempestivos y las explosiones del cuerpo, las acrobacias fallidas, la desincronización o el hilillo de saliva que resbala justo cuando tu pareja te mira dormir. Que nadie es perfecto, ya lo sentenció Billy Wilder. Ni los clásicos ni los contemporáneos. Pero no olvidemos que ser irreverente tiene un precio: Ovidio acabó en el exilio.

El humor es una herramienta afilada —y arriesgada— para desnudar emperadores y denunciar la crueldad de tantas injusticias. El autor norteamericano Kurt Vonnegut escribió: “Ante el miedo o la desgracia, uno puede llorar o reír. Yo prefiero reír porque luego no hay que pasar la fregona”. En su obra más célebre, Matadero cinco, narró su experiencia en la segunda guerra mundial —así, sin mayúsculas—, entre soldados casi niños, prisioneros de los alemanes y testigos del brutal bombardeo aliado de Dresde. Kurt prometió que en su descarado relato no habría ningún papel para los John Wayne del mundo y nos legó una novela estrafalaria de horror y risa, tiernamente terrible, con grandes dosis de sátira y sinsentido, incluyendo platillos voladores y abducciones extraterrestres al planeta Tralfámador. Así, disolviendo la épica en el desamparo y el despropósito, logró uno de los alegatos pacifistas más impactantes de la literatura.

En el sexo como en la guerra, el humor puede ser —al menos— tan crítico y profundo como la seriedad. Bajo los discursos más grandilocuentes se esconden la roña, los piojos y el olor a meado en las trincheras. Las hilarantes Armas al hombro, de Chaplin; Ser o no ser, de Lubitsch; o La vida es bella, de Benigni, retratan a protagonistas patosos y desvalidos que con sus torpezas desvelan el absurdo de la violencia. Vonnegut exclamó: “Qué tonto habría sido permitir que el respeto por mí mismo interfiriera con mi felicidad”. Reír es una forma de repudiar las barbaridades y protegernos de nuestras vanidades. Tal vez no haya nada más ridículo que tomarse demasiado en serio.

miércoles, 13 de agosto de 2025

"LA PEREGRINA". Un poema de María Beneyto

La autora reconstruye una genealogía de mujeres remontándose, muy especialmente, a la primera de ellas según la religión judeocristiana, Eva. Esta figura bíblica no solo le sirve para hablar de su condición femenina, sino también para romper con el modelo de mujer impuesto por el régimen dictatorial de Franco, que estaba en la línea de lo que Virginia Woolf llamó el ángel del hogar: la ama de casa, la madre, la esposa. La vindicación de Eva supone la reapropiación de un modelo femenino transgresor, en tanto que, para la Iglesia católica, Eva es quien incita a Adán al pecado original. A través de este personaje, Beneyto se aparta de la tradicional concepción de la mujer y de la literatura femenina de su tiempo para mostrarnos a una figura reivindicativa y comprometida. (Blog: "El acuario del Ajolote". Relatos, poesía y demás literatura. Por Ana S. A.)
LA PEREGRINA
Yo era la mujer que se alzó de la tierra
para mirar las luces siderales.
Dejé el hogar con apagados troncos
cansada de ser sólo estela de humo
que prolongase así mi ser ardido.
Esa mujer del hueco tibio
que allí me contenía,
se despertó del sueño profundo de la especie
y decidió buscar, a plena luz, caminos.
La inquieta,
la andariega mujer a quien no bastan dulces
menesteres pequeños,
ésa me fue de súbito encontrada
en los más hondos pliegues de mi túnica
y yo no quise renunciar, quedarme.

Otras renunciaciones sí quedaron, sombras
que tenían la forma tan amada
de los pasados sueños, hijos
que estaban programados en mi sangre
a cambio de ceder y estarme quieta;
la rueca y el silencio de las horas
protegidas, pausadas, sin peligros,
las flores habituales, la inocencia...
Pero inocente no quería ser.
Quería
como Eva, saber, estar; ser libre
para el conocimiento de la luz, perderme
en la verdad, encontrarme, saberme,
llegar a las montañas que siempre estaban lejos,
pisar ciudades que edifica el miedo,
integrarme a las turbias caravanas
que hieren el desierto, someterme
a la carga común, y ser hallada
solidaria, eficaz, y no apartada
de ese esfuerzo que late
en el gran corazón que nos da vida;
el corazón del mundo, unido al nuestro
por invisibles venas del misterio.
Así
atravesé la risa,
hendí la densa lágrima
deseando quedarme en cada gota
de sudor, en la mano encallecida,
en los niños sin ojos
o en la mujer que teje por las noches
debajo de la angustia.
Pero no me detuve ni siquiera
cuando cerró de pronto mi camino
la mirada absorbente del deseo
y su mágica voz
traduciendo la música más dulce.

La primavera
descendiendo en mis venas
de mujer en mujer; desde el principio
intentó mutilar -casi lo hizo-
mi ilusión por llegar a la asamblea
donde severa, la verdad, aguardaba.
Arañada de espinos,
vapuleada por los vientos, rota,
pude llegar, aún de día.
En lo alto del monte
reunidos, estaban.
Los hombres más ancianos y los otros,
como si no me viesen
hablaban, poseían
inefables vocablos.
Me acerqué con el triunfo cenital en los ojos,
con un contento de alas súbitas
en mis hombros felices,
pero no me dejaron entregar mis palabras
porque en ellos la ira de Dios resplandecía.
Bíblicas maldiciones
inflamaron mi oído,
y me dijeron Eva una y mil veces,
manantial del dolor, impúdica pureza,
hembra evadida del rincón oscuro
del lugar de vigía en la ventana,
desertora
de la orilla del fuego
y el hogar apagado...
Vergüenza de mi sexo acongojó mis hombros
que se creyeron alas para el vuelo.
Vergüenza de bajar de las alturas
sin lograr la palabra que buscaba.
Y ni siquiera en otras asambleas
vi algo de la luz que me justificase,
porque tampoco ellos encontraban nada,
a pesar de su hoz interrogante,
a pesar del secreto pretencioso y estéril
con que arropaban -delicadamente-
su poco de vacío...
Así regreso, con pies llagados
y ropas destrozadas, junto al fuego,
perseguida, insultada, y viendo activa
la maldición de Dios que llega
desde el vivir primero.
Carne de escándalo, asombrada,
aquí estoy para siempre quieta y muda;
jueces casi benignos me condenan
a la inmovilidad,
y me salva de ser lapidada
el silencio.


Eva en el tiempo, 1952, Ed. El Sobre Literario

martes, 12 de agosto de 2025

"Releyendo ‘Olvidado rey Gudú’: la fantasía épica en Ana María Matute". Alicia Nila Martínez Díaz (Universidad Villanueva) Theconversation.com 24 JUL 2025

Hay libros que abren puertas a otros mundos y hay autores que crean esos mundos para hablarnos del nuestro. En 1996, Ana María Matute publicaba Olvidado rey Gudú, una novela escrita en secreto durante más de dos décadas y destinada a convertirse en una de las cumbres más insólitas y poderosas de la narrativa fantástica en español. En pleno auge de este género literario, Matute apostó por un relato atemporal, lleno de sombras, mitos y exemplum morale, que dialoga con J. R. R. Tolkien, Ursula K. Le Guin o Joe Abercrombie sin perder nunca su acento propio.

En este año que conmemoramos el centenario de su nacimiento, queremos invitar a los lectores de literatura fantástica a visitar el mundo mítico de Ana María Matute. Bienvenidos, lectores, a las tierras del rey Gudú. CONTINUAR LEYENDO


lunes, 11 de agosto de 2025

"DIÁLOGO EN LA MONTAÑA". Un cuento de Paul Celan

Diálogo en la montaña es el título de un breve texto de Paul Celan. El filósofo T. Adorno y él iban a encontrarse, pero no lo lograron, y Celan escribió este texto sobre un paseo por la montaña en compañía de nadie. El no-encuentro hace entonces posible otro tipo de escucha, de lenguaje.

Una tarde el sol, y no sólo el sol, había declinado, ahí se fue, salió dé su casita y se fue el judío, el judío e hijo de judío, y con él iba su nombre, el impronunciable, se fue y vino, vino atrote lento,s ehizo oír,vino con bastón, por sobre la piedra, me oyes, me oyes, soy yo, yo y él, el que tú oyes, que crees oír, yo y el otro: él iba entonces, podía oirse, iba una tarde, pues ciertas cosas habían declinado, iba bajo las nubes, iba por la sombra, la propia y la ajena -pues el judío, tú sabes, qué tiene él que le pertenezca realmente, que no sea prestado, y no devuelto-, se fue y vino, vino desde allá par la ruta, la hermosa, la incomparable, iba, como Lenz, por la montaña, él, al que habían dejado vivir abajo, en donde pertenece, en las hondonadas, él, el júdío. venía y venía.

Vino, desde allá por la ruta, la hermosa.

¿Y quién, crees tú, vino a su encuentro? A su encuentro vino su primo, su primo e hijo de hermano, el que le lleva un cuarto de vida de judío, vino grande desde allá, vino, también él por la sombra, la prestada –pues cuál, yo pregunto y pregunto, ¿cuál es ése que Dios ha hecho judío y puede venir con algo propio?- vino grande, vino al encuentro del otro, Gross vino hacia K1ein, y Klein, el judío, hizo callar su bastón ante el bastón del judío Gross.

Entonces calló también la piedra, y todo era silencio en la montaña, allí por donde iban, éste y aquél.

Había silencio entonces, silencio allí arriba, en la montaña. Pero no por mucho tiempo, pues cuando el judío viene de allá y se encuentra con otro, de pronto ya nada más calla, ni si quiera en la montaña. Pues el judío y la naturaleza son dos cosas distintas, siguen siéndolo, aún hoy, aún aquí.

Helos allí pues, los hijos de hermanos, a la izquierda florece el martagón, florece silvestre, florece como en ninguna parte, y a la derecha, la radicheta, y Dianthus superbus, el clavel espléndido, no lejos de allí. Pero ellos, los hijos de hermanos, ellos, válgame Dios, no tienen ojos. Mejor dicho, ellos, también ellos, tienen ojos, pero les cuelga un velo delante, no delante, no, detrás, un velo móvil; apenas aparece una imagen, queda pendiendo del tejido, ya aparece un hilo, que se hila, se hila entorno de la imagen, un hilo de velo; se hila en torno de la imagen y engendra un niño con él, mitad imagen mitad velo. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 10 de agosto de 2025

"MATAOS". Un poema de Miguel Labordeta

Mataos,
pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en una cuna.

Si vuestra rabia es fuego que devora al cielo
y en vuestras almohadas crecen las pistolas:
destruíos, aniquilaos, ensangrentad
con ojos desgarrados los acumulados cementerios
que bajo la luna de tantas cosas callan,
pero dejad tranquilo al campesino
que cante en la mañana
el azul nutritivo de los soles.

Invadid con vuestro traqueteo
los talleres, los navíos, las universidades,
las oficinas espectrales donde tanta gente languidece,
triturad toda rosa hallada; al noble pensativo,
preparad las bombas de fósforo y las nupcias del agua con la muerte
que han de aplastar a las dulces muchachas paseantes,
en esta misma hora que sonríe
por una desconocida ciudad de provincias,
pero dejad tranquilo al joven estudiante
que lleva en su corazón un estímulo secreto.

Inundad los periódicos, las radios, los cines, las tribunas
de entelequias, estructuras incompatibles,
pero dejad tranquilo al obrero que fumando un pitillo
ríe con los amigos en aquel bar de la esquina.

Asesinaos si así lo deseáis,
exterminaos vosotros: los teorizantes de ambas cercas
que jamás asiríais un fusil de bravura,
pero dejad tranquilo a ese hombre tan bueno y tan vulgar
que con su mujer pasea en los económicos atardeceres.

Aplastaos, pero, vosotros,
los inquisitoriales azuzadores de la matanza,
los implacables dogmáticos de estrechez mentecata,
los monstruosos depositarios de la enorme Gran Estafa,
los opulentos energúmenos que en alza favorable de cotizaciones
preparáis la trituración de los sueños modestos
bajo un hacha de martirios inútiles.

Pisotead mi sepulcro también,
os lo permito, si así lo deseáis inclusive y todo,
aventad mis cenizas gratuitamente
si consideráis que mi voz de la calle no se acomoda a vuestros fines suculentos,
pero dejad tranquilo a ese niño que duerme en una cuna,
al campesino que nos suda la harina y el aceite,
al joven estudiante con su llave de oro,
al obrero en su ocio ganado fumándose un pitillo,
y al hombre gris que coge los tranvías
con su gabán roído a las seis de la tarde.

Esperan otra cosa.
Los parieron sus madres para vivir con todos,
y entre todos aspiran a vivir, tan sólo esto,
y de ellos ha de crecer, si surge,
una raza de hombres con puñales de amor inverosímil,
hacia otras aventuras más hermosas.

sábado, 9 de agosto de 2025

"ANA MARÍA MATUTE Y LA CENSURA FRANQUISTA". Coral Azofra Loza y Maribel Martínez López (Universidad de La Rioja), Theconversation.com 24 julio 2025

Una de las voces femeninas más encomiadas de la literatura española del siglo XX es, sin lugar a duda, Ana María Matute. Logros como ocupar el asiento “K” en la Real Academia Española, recibir el Premio Cervantes o ser propuesta para el Premio Nobel de Literatura lo evidencian.

Perteneció a la “generación de los 50” y, como cualquier autor que quisiera publicar en España durante los años de la posguerra y dictadura franquista, tuvo que enfrentarse al fenómeno de la censura que durante casi cuarenta años ejerció el Estado sobre toda la población.

Prohibiciones arbitrarias

La censura literaria, más ideológica en los años cuarenta y más moral a partir de los cincuenta, desempeñó un papel fundamental en el control sociocultural del país. Este aparato prohibía directamente obras contrarias a la moral católica o al régimen, y también actuaba de forma indirecta mediante mecanismos más sutiles, como la recompensa de obras afines o la modificación de textos.

Su aplicación, lejos de ser coherente y sistemática, era profundamente arbitraria, dependiendo más del criterio subjetivo de los censores que de unas normas estables. Desde finales de la década de los sesenta puede hablarse de una tímida apertura en el aparato censor institucional, aunque este se mantuvo vigente hasta la muerte de Franco e incluso de forma sutil durante la transición en lo relativo a temas considerados sensibles.

Si todo el proceso censor puede entenderse como “el camino que un texto tiene que recorrer para llegar a su publicación en un sistema complejo de censura previa” es interesante destacar que un primer ejercicio para evitarla fue la autocensura, aplicada por los propios autores “como un mecanismo de anticipación de aquello que el censor no va a consentir”, y que residía en la evitación de temas, la adaptación de contenidos delicados, o el uso de recursos como la fragmentación o la elipsis narrativas. Esto puede ampliarse a la presión editorial, ya que los editores, temerosos de represalias, favorecían aquellos textos que encajaran sin problema en todo lo canónico.

Conviene recordar que sobre las autoras se ejerció una censura mayor por el hecho de ser mujeres. Eso llevó a muchas a usar pseudónimos (Mercedes Formica publicó como Elena Puerto, por ejemplo) y a ser mucho más cuidadosas en el tratamiento de temas que pudieran ser cuestionables moralmente. En ellas se vigilaban especialmente motivos relacionados con la sexualidad, la maternidad no normativa o la crítica al rol tradicional de la mujer. Autoras tan reconocidas como Carmen Laforet, premio Nadal 1944 por Nada, vivieron en esas décadas largos periodos de silencio editorial.

Matute y los niños

Ana María Matute fue una de las afectadas por todo este sistema censor. Y fue ejemplo, asimismo, de que, pese a las restricciones, los autores supieron desarrollar estrategias de resistencia creativa.

Que la censura franquista se aplicaba de forma contradictoria, por lo que el destino de un manuscrito podía cambiar radicalmente según el censor, puede verse en su colección de cuentos Los niños tontos.

Una primera censora, la bibliotecaria María Isabel Niño Mas, consideró que era perturbadora y potencialmente dañina para la infancia: “este libro es impropio de niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellos produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su publicación totalmente”.

Sin embargo, en 1956, el segundo censor, el padre Francisco J. Aguirre Cuervo, permitió su publicación señalando: “poemas que, aunque tratan de niños no son para niños […], se puede permitir su publicación”.

Aunque la obra de Ana María Matute no lo fuera, la intensidad con la que la censura afectó a la literatura infantil y juvenil queda patente en la primera evaluación. Se eliminaba de ella cualquier contenido considerado inmoral o subversivo y se promovieron adaptaciones edulcoradas de clásicos y relatos con fuerte carga didáctica y moralizante.

Dos obras diferentes

También la novela Luciérnagas, ambientada en la contienda civil española, fue rechazada en dos ocasiones, en 1949 y 1953, por considerarse contraria a la moral católica y políticamente sospechosa. El censor la condenó acusándola de lo siguiente:
“domina un total sentimiento antirreligioso que llega a la irreverencia en muchos pasajes. Jamás se cita un nombre santo […] Políticamente, la novela deja mucho que desear. […] no debe autorizarse la obra, pues, intrínsecamente, resulta destructora de los valores humanos y religiosos esenciales”.
Como estrategia de supervivencia editorial, Matute tuvo que transformarla en En esta tierra, una versión que ya no reconocía como la misma novela. En ella se evitaba cualquier humanización del enemigo o pluralismo político, se introducían expresiones que reforzaban la idea de que el sufrimiento derivaba del pecado o del incumplimiento de los valores tradicionales, se añadían lecciones morales explícitas, subrayando el valor de la maternidad, la culpa y el castigo, y se eliminaban críticas a la educación religiosa o a la moral católica y palabras malsonantes.

La edición publicada en 1993 de Luciérnagas anunció una nueva reescritura, la cual, sin embargo, no provocó una recuperación completa de la primitiva versión.

El control externo generó inevitablemente la mencionada censura interna. Los escritores interiorizaron el aparato censor, convirtiéndose en vigilantes de su propia creación. Este fue, para Matute, el mayor daño causado por el sistema y su verdadero triunfo, porque transformaba la mirada de los autores sobre su propia obra, imponiendo a menudo una modificación profunda en los textos.

Pese a las restricciones, ella logró mantener una voz singular, en ocasiones camuflada bajo la apariencia de inocencia narrativa, en una suerte de posibilismo buerovallejiano –otro autor que encontró formas de “burlar” la censura franquista–. Con la democracia su palabra original, evolucionada, pudo verse liberada de los silencios impuestos.

miércoles, 6 de agosto de 2025

"NO OS CONFUNDÁIS". Un poema de Francisca Aguirre

Y cuando ya no quede nada
tendré siempre el recuerdo
de lo que no se cumplió nunca.
Cuando me miren con áspera piedad
yo siempre tendré
lo que la vida no pudo ofrecerme.
Creedme:
todo lo que pensáis que fue destrozo y pérdida
no ha sido más que conjetura.
Y cuando ya no quede nada
siempre tendré lo que me fue negado.
No os confundáis: con lo que nunca tuve
puedo llenar el mundo palmo a palmo.
Tanto miedo tenéis que no habéis advertido
la riqueza que se oculta en la pérdida.
Desdichados,
poca ganancia es la vuestra
si nunca habéis perdido nada.
Yo sí he perdido:
yo tengo, como el náufrago,
toda la tierra esperándome.

viernes, 1 de agosto de 2025

"ÉRASE UNA VEZ ANA MARÍA MATUTE: CIEN AÑOS DE UNA AUTORA EXTRAORDINARIA". Andrea Aguilar, El País 26 JUL 2025

MERCEDES DEBELLARD

Se celebra el centenario de una de las voces más particulares y brillantes de la narrativa española en el siglo XX. Ni su carrera ni su vida se ajustan al papel que tenían las mujeres en la España de su tiempo. Fabuladora nata, sus libros están marcados por un realismo despiadado y por la fantasía.

En la Barcelona de posguerra una muchacha adolescente se armó de valor y decidió acudir a la editorial Destino para llevar en persona, en un cuaderno manuscrito con cubiertas de hule negro, una novela. Acudió varios días, sobreponiéndose a su timidez, antes de lograr una reunión con el director del sello, quien, pacientemente y cabe imaginar que con notable paternalismo, la informó de que debía pasarlo a máquina antes de presentarlo. Así lo hizo y se lo llevó. Al editor le gustó la narración y le hizo un contrato que firmó su padre. Empezó entonces a publicar sus cuentos en la revista del sello, antes de que la novela del cuaderno de hule, Pequeño teatro, llegara a las librerías unos cuantos años más tarde: de hecho, fue la segunda que le publicaron y con ella obtuvo el premio Planeta. Este podría ser el érase una vez con el que arrancar la historia de una las escritoras más extraordinarias del siglo XX en España, solo que Ana María Matute (1925-2014) tuvo varios principios, con una carrera y una vida que no acaban de ajustarse a un bien delimitado esquema de planteamiento-nudo-desenlace, ni tampoco al papel que aquella España franquista tenía reservado a las mujeres.

Fue una creadora total, una fabuladora con un vasto mundo propio que volcó en cuentos y novelas ampliamente reconocidas. Cuando se alejó, con un parón editorial casi total que duró cerca de 20 años, llevó ese universo a las maquetas, “los pueblos” y castillos, o a las alhajas que construía con chapas, botellas y demás desechos; también a los dibujos e ilustraciones o a los locos banquetes que preparaba en su cocina de Sitges. Matute, con enorme libertad, inventaba y creaba sin remedio porque esa era su manera de ser y de estar. Su forma de entender y habitar el mundo.

“Es una gran escritora, dura como el más duro, creo que la mejor en España en el siglo XX por su profundidad y dominio de la lengua. Vivió la Guerra Civil de niña y eso fue muy importante, como para toda su generación. No lo tuvo fácil, era mujer y además con una vida rocambolesca”, afirma la escritora Milena Busquets. Ella la conoció desde niña, ya que Matute era una gran amiga de su madre, la editora Esther Tusquets, y por extensión de la familia, y mantuvieron un trato muy cercano. “Independiente, divertida, valiente, desinteresada. Todos los autores de su generación respetaban mucho su escritura y en lo personal era muy entrañable. Con 19 años entró de pleno en el círculo de los escritores y de la bohemia, un mundo canalla, bebedor y juerguista. Lo contaba con mucha gracia. Rechazaba de plano que hubiera una literatura de mujeres, decía que había libros buenos y malos”.

Matute, hija del dueño de una fábrica de paraguas, creció entre Barcelona y Madrid, pasó un año en Mansilla de la Sierra, el pueblo de su familia materna en La Rioja, algo que acercó su sensibilidad al mundo rural y a la naturaleza. Su tartamudez, según contaba, la volvió diferente. Escribió novelas en su infancia y obras para el guiñol. Y cuando las bombas caían en plena Guerra Civil y sacudían su hogar acomodado, en el que en cualquier caso ella siempre se sintió algo extraña, dejó de tartamudear y sacó su primera revista con cuentos y artículos, escrita y diseñada por ella misma para disfrute de sus primos y hermanos.

La ficción fue siempre el refugio y también el espejo distorsionado que le permitía sobreponerse a la realidad y retratarla. Realismo y fantasía. Cuentos nunca exentos de la crueldad y dureza que tiene la vida, porque los relatos edulcorados o moralizantes estuvieron radicalmente alejados de su literatura. Algo parecido ocurre con esa imagen de beatífica anciana de sus últimos años, un espejismo que opaca su inteligencia afilada y una visión cruda del mundo.

“Nací cuando mis padres ya no se querían”, es el arranque de Paraíso inhabitado, su último libro publicado en vida, al que vuelve Malcolm Otero Barral al teléfono para hablar de la fuerza de la escritura de Matute hasta su último aliento. La conoció de niño con su abuelo, Carlos Barral, en Calafell, como parte de ese grupo en el que también estaban Jaime Gil de Biedma y Juan Marsé, y la trató muchos años después cuando trabajaba como editor en Destino. “Era muy tímida pero una gran contadora de anécdotas. Te gustaba estar con ella. Era, en el sentido machadiano, una buena persona”, señala, y subraya que es una autora absolutamente reivindicable por jóvenes escritores que aún no la han descubierto en toda su dimensión. “Sus primeros libros tienen una ingenuidad imperfecta que es muy, muy buena”.

Si en los cuentos hay lobos que comen a los niños y madrastras malvadas, hechizos e injustas maldiciones, es porque en el mundo real también los hay. Es solo otro código con el que retratar las injusticias y males. Matute aplicaba este prisma también para hablar de su vida. Se refería a “el malo”, su primer marido —el escritor Ramón Eugenio Goicoechea— y padre de su único hijo, que llegó a empeñar el carrito del bebé, como él mismo contó en sus memorias, y luego la máquina de escribir con la que ella trabajaba y sostenía la economía familiar cuando vivían en Mallorca. Matute y su hijo encontraron refugio en casa de Camilo José Cela y su esposa Charo. Allí conoció a otra pareja de grandes amigos: José Caballero Bonald y su mujer Pepa.

Unos meses después la escritora, ya en Barcelona, se divorciaba de Goicoechea y perdía la custodia de su hijo, a quien solo podía ver los sábados gracias a la complicidad de su suegra. Dos años más tarde consiguió recuperar al niño y marchó a Estados Unidos como lectora de español. “El bueno” era Julio Brocard, su segundo esposo, con quien se instaló en Sitges cuando regresó. Allí vivió años muy felices, y también padeció una depresión, “el vacío”, como decía. Brocard falleció el 26 de julio de 1990 de un infarto tras llamar al timbre desde la calle para recogerla e ir a celebrar el cumpleaños de Matute. Un amargo y triste giro. CONTINUAR LEYENDO