Había un Rey en Solcolungo que tenía una hija llamado Cinziella. Ella era una luna de encanto, pero cada dracma de belleza se contrapesaba con una libra llena de orgullo. Como ella no apreciaba a nadie, era imposible para su pobre padre que deseaba establecerla en la vida encontrarle un buen marido, que la dejara satisfecha.
Entre los muchos príncipes que habían venido a cortejarla estaba el Rey de Belpaese que no dejó piedra sin remover en sus esfuerzos para captar el amor de Cinziella. Pero por más que él daba peso a sus servicios, más ella le devolvía la falta de aprecio. Al más generoso de sus afectos, más avarienta la voluntad de ella. Mas a él eso no le importó y más quería el corazón de ella.
No un día pasó que el pobre no le dijera, —¿Cuándo, oh cruel, entre todos los melones de la casa que recojo no se volverán calabazas, y yo encontraré uno que sea rojo? ¿Cuándo, oh furia sin corazón, las tempestades de su crueldad cesaran y yo seré capaz con un buen viento poner el timón de mis deseos hacia su puerto? ¿Cuándo, después de tantos ataques de oraciones y súplicas, yo plantaré el estandarte de mis deseos por fin en las murallas de esta fortaleza suya?— CONTINUAR LEYENDO
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