Primera escena. En la sala de espera de un aeropuerto, un bebé llora desesperadamente. El padre, desesperado también, deambula con él en brazos alrededor de un maletín donde la madre rebusca algo. Mi amiga Patricia, una psicoanalista que estuvo ahí para contarlo, aguarda, al igual que el padre, el bebé y los desesperados pasajeros, la aparición de ese objeto que, a juzgar por la expectativa familiar, debe ser indispensable. Mi amiga supone que del maletín saldrá un tetero o un chupo, pero... ¡sale una tableta!
El bebé brama, ahora de excitación. Y al lado de los destellos con voz metálica que lo entretienen, regresa la calma a la sala y la madre comienza a amamantarlo, con los ojos del niño perdidos en la pantalla. Esa especie de nuevo rostro inexpresivo que no descifra a ese bebé particular, que no le habla exclusivamente a él mientras lo alimenta (y no solo de leche), como solía suceder en la especie humana, marcando ritmos y acentos, ilustra lo que mi amiga denominó una “catástrofe psíquica”. Aquella intimidad entre un adulto y un bebé que hay que aprender a habitar mutuamente, esa experiencia de piel con piel, no la puede suplir ninguna app. ¿Cómo inventar el olor, la redondez, el latido, el diálogo tónico entre un adulto y un niño en brazos? ¿Cuál red reemplaza esas redes de afecto entre seres humanos que nacen en la primerísima infancia?
Segunda escena. Una familia va a conocer mi jardín con su hija de 1 año. “¿Aquí cuántos idiomas enseñan?”, pregunta el padre, y yo niego con la cabeza. Su hija, de la que me estoy haciendo amiga, mueve su dedo para decirme, en idioma bebé, que ella también sabe decir “no, no”. La madre cuenta que conocieron un jardín infantil trilingüe: inglés, francés y mandarín. “¿Y español?”, le pregunto, con cierto sarcasmo. “El español lo aprende en la casa”, me dice el padre. Aunque ya sé que no es el lugar que ellos buscan, les muestro la arenera, el gimnasio, la biblioteca... “No veo computadores”, reclama la madre, y yo vuelvo a negar con la cabeza.
“¿Tampoco tienen cámaras?”, pregunta el padre. Contesto “no, no” con el dedo, y la niña se ríe. El padre dice que entonces cómo podrían saber si su hija estaría bien cuidada. Le doy una explicación del diálogo que mantenemos con los padres y le digo que los niños tienen muchas formas de contar cómo se sienten, pero él me cuenta cuántas cámaras tienen en el apartamento, para vigilar desde los computadores de sus oficinas que sí les estén cuidando bien a su hija, y yo agradezco que no la estén viendo forcejear con otra niña, por un balde de arena. Les hablo de la importancia de acompañar a los niños a resolver problemas cotidianos para aprender a vivir juntos y de las formas sutiles y diversas de estar con ellos, y pienso en la necesidad de tener algo de privacidad, desde el jardín, pero los veo absortos en sus celulares, así que me pongo a hacer tortas de arena mojada con la niña, hasta que la madre nos regaña a las dos porque el vestido está lleno de arena y se lleva a la hija llorando.
Tercera escena. “La Navidad llega cada vez más rápido”, dice un abuelo, y hablamos del tiempo infantil, eterno y subjetivo, que se extendía entre una Navidad y otra, o entre el día de velitas y la llegada del Niño Dios. Evocamos la emoción de esa espera que permanece en la memoria poética cuando la infancia ya se ha ido y se han perdido todas las fotos, y nos preguntamos a dónde van a parar esos millones de fotos de niños que ya no nos dejan estar con los niños, mientras los miramos (sin verlos) a través de las pantallas. Y se me ocurre que hay un patrimonio de todas las infancias que está en riesgo y que es urgente preservar en esos encuentros humanos que necesariamente comienzan con una voz, con un olor, con un cuerpo que canta.
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