El escaparate de la pastelería
El niño pequeño, de los pies descalzos y sucios, soñaba todas las noches que entraba dentro del escaparate. Tras el cristal había tartas de manzana, guindas rojas y salsa de caramelo, que brillba. Aquel niño pequeño iba siempre seguido de un perro descolorido, delgado. Un perro de perfil.
Una noche, el niño se levantó con ojos extrañamente abiertos. Los ojos de aquel niño estaban barnizados de almíbar, y su boca tenía dientecillos agudos, ansiosos. Llegó al escaparate y apoyó la frente en el cristal, que estaba frío. Sintió gran desolación en las palmas de las manos. Todo estaba apagado, y nada veía. Pero aquel niño sonámbulo volvió a su choza con las redondas pupilas, de color de miel y azúcar tostado, muy abiertas.
El sol llegó, grande, y el niño lo vio entrar. No podía cerrar los ojos y suspiraba. En aquel momento una señora caritativa asomó la cabeza por la puerta. Traía un cazo lleno de garbanzos que le habían sobrado.
-Yo no tengo a hambre. Yo no tengo hambre –dijo el niño. Y la señora caritativa, escandalizada, se fue a contarlo a todo el mundo. “Yo no tengo hambre”, repitió el niño, interminablemente.
El flaco perrillo se marchó de allí, con el corazón oprimido. Volvió, trayendo en la boca un trozo de escarcha, que brillaba al sol como un gran caramelo. El niño lo chupó durante toda la mañana, sin que se fundiera en su boca fría, con toda la nostalgia.
FIN
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