lunes, 15 de febrero de 2016

La sonrisa al pie de la escala. Un cuento de Henry Miller en el que reflexiona acerca de la identidad


Nada podía menoscabar el brillo de esa extraordinaria sonrisa, grabada en el melancólico rostro de Augusto. En la pista del circo, esa sonrisa adquiría una cualidad propia, desprendida, magnificada, que expresaba lo inefable. 


Al pie de una escala que ascendía hasta la luna, Augusto se sentaba en contemplación, con su sonrisa inmóvil y sus pensamientos muy lejos de allí. Esta simulación del éxtasis, que Augusto había llevado a la perfección, impresionaba siempre al público como la suma de lo incongruente. El gran favorito guardaba muchos trucos en su manga, pero éste era inimitable. Nunca se le había ocurrido a ningún bufón representar el milagro de la ascensión. 

Noche tras noche se sentaba así, esperando sentir el roce del hocico del caballo blanco cuya crin rodaba hasta el suelo en arroyuelos de oro. El tacto sobre su cuello del caliente hocico de la yegua era como el beso de despedida de un ser amado; lo despertaba suavemente, tan suavemente como el rocío vivifica cada brizna de hierba. 

Dentro del radio de luz de los reflectores se abría el mundo en el que renacía cada atardecer. Sólo abarcaba esos objetos, criaturas y seres que se mueven en el círculo de encantamiento. Una mesa, pana, un aro de papel; la eterna escala, la luna clavada al techo, la vejiga de una cabra. Con esos elementos, Augusto y sus compañeros se ingeniaban cada noche para evocar el drama de la iniciación y de martirio. 

Bañadas en círculos concéntricos de sombra, se alzaban hileras y más hileras de rostros, interrumpidas aquí y allá por algunos huecos que la luz del reflector lamía con avidez de una lengua en busca de un diente perdido. Los músicos nadando en polvo y en rayos de magnesio, se adherían a sus instrumentos como alucinados, con sus cuerpos oscilando como cañas en el vacilante juego de luces y de sombras. El contorsionista se enroscaba siempre al sordo redoble del tambor, el jinete montado en pelo era presentado siempre al son de las trompetas. En cuanto a Augusto, a veces era el débil chirrido del violín, a veces las notas burlonas del clarinete, que lo seguían mientras trenzaba sus cabriolas. Pero cuando llegaba el momento de sumergirse en el trance, los músicos, repentinamente inspirados, perseguían a Augusto de una a otra espiral de la bienaventuranza, como corceles clavados a la plataforma de un tiovivo desenfrenado.CONTINUAR LEYENDO

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