Cervantes y Shakespeare se incorporaron al club de los elegidos con las mismas cualidades que los grandes de Grecia y Roma. La única diferencia es que la inmortalidad de los modernos se mide por siglos, y la de los antiguos por milenios. Si en 2016 honraremos a los autores de Otelo y de El Quijotepor su cuarto centenario, en 2017 recordaremos al poeta que escribió el Arte de amar y lasMetamorfosis, porque se cumple su bimilenario.
Hace unos años, cuando acababa de explicar en la facultad que clásico podía entenderse como sagrado en un sentido cultural y laico, una alumna replicó que eso era una contradicción en los términos, porque desde una perspectiva laica no había nada sagrado. Intenté hacerle ver que la sacralidad cultural hace que, por ejemplo, nos horrorice la idea de ver que se quema un libro (no ya El Quijote, sino cualquier libro). Que esa sacralidad incluso puede ser contraria a la religiosa, porque las grandes religiones no han dudado en destruir a los clásicos que las contrariaban. Por último, procuré enfocarlo de otro modo: clásico quiere decir sagrado porque se refiere a una obra atemporal. Con los clásicos actúa la convención (una hermosa ficción aceptada como realidad) de que pasan por el tiempo sin que el tiempo pase por ellos. Los clásicos son lo más parecido a la eternidad laica que tenemos los occidentales. Seamos creyentes, ateos o agnósticos, podemos compartir ese tesoro, que parece intangible, pero es tan tangible como un libro o la pantalla de un lector electrónico.
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