La imprevista salida de su novia cogió a Alfonso Caballero de sorpresa, dejándole atónito por unos instantes. Sería difícil describir el estupor y la emoción que se adueñaron de su ánimo cuando su novia, Clara Figueredo, le declaró con voz entera: “Voy a irme a Buenos Aires para trabajar de modista. Lo tengo ya resuelto”. Allí estaba Clara, toda llorosa, vestida de humilde traje negro, retorciendo entre sus manos un pañolito humedecido por las lágrimas, sentada en el mezquino comedor de la casa, donde tres días antes había velado el cadáver de su madre. Sola al cabo de varios minutos de embarazoso silencio, durante los cuales Alfonso iba colmándose de irritación, se le ocurrió a éste contestarle una simpleza, porque la cólera no le permitía pensar con serenidad:
–Pero aquí también podés trabajar de modista.
–Sí, es cierto –le respondió Clara, sin mirarle–, pero en Buenos Aires está Juanita, que me ha invitado varias veces para ir y que me ayudará a empezar.
Alfonso hizo con la mano un ademán brusco, de desagrado:
–Esa no es una contestación. Lo que querés es abandonarme, romper nuestro noviazgo, y estás buscando un pretexto.
Dejó de hablar de golpe. La cólera le sofocaba. Clara no le respondió nada. Este silencio exasperó más a Alfonso. Tenía que cerrar los puños para contener las ganas que tenía de abofetearla. Barboteó:
–Respóndeme. Hablá. ¿Por qué no me decís nada? Eres una miserable… Sabés que no puedo casarme todavía, y en lugar de tener la paciencia de esperar, me dejás.
Tomó una silla y se sentó. Hasta entonces había estado de pie. Rebullíase en su asiento, no dejaba las manos quietas y su mirada se detenía, ya en Clara, ya en un punto cualquiera de la habitación, yendo de un lugar a otro con extraña presteza. Había momentos en que sentía deseos de tomar a Clara por el cuello y apretárselo hasta arrancarle la confesión de que lo amaba, y en otros se sentía tentado de salir corriendo de la pieza, sin despedirse. La excitación no le dejaba pensar en nada. Se alzó de la silla como para marcharse; pero de pronto, se le ocurrió que Clara lo amenazaba con su viaje para animarlo y apurarle a que se casase con ella, pues la muerte reciente de su madre le dejaba sola y sin amparo. Esta idea hizo que se borrase de inmediato del rostro de Alfonso todo gesto de enojo. Volvió a sentarse, a la vez que echaba sobre Clara una intensa y acariciadora mirada. Y, en silencio, adelantó despacio una mano para coger una de las de ella. Durante largo rato apretujó, sin pronunciar una palabra, esa mano que se le entregaba inerte. Clara recibía las caricias con indiferencia y semblante de ausencia. Esta frialdad, que Alfonso interpretó tal vez como mansedumbre, le llevó a intentar pasarle el brazo por la cintura; pero ella lo apartó de sí, con suave firmeza. Ese ademán, rechazándole, hizo que Alfonso se levantase con violencia y semblante demudado de la silla, que cayó al suelo. Clara se echó hacia atrás, con instintivo movimiento de temor. Alfonso preguntó, agitando una mano:
–¿Cuándo se te ha metido esa ocurrencia en la cabeza?
–Desde que murió mamá –respondió Clara, y agregó con un suspiro–: Su muerte me ha dejado desesperada y muy sola. Debés comprenderlo… Yo me iré por algún tiempo. Nos escribiremos, y cuando puedas casarte, yo vendré o vos irás a buscarme.
–¡Mentís!… Es una excusa tuya para romper del todo. ¿De dónde voy a sacar el dinero para ir a buscarte? Creés que a mí me vas a engañar con cuatro palabras. Querés huir de mí. Hace tiempo que andás en busca de una ocasión… Ya lo había notado. Ahora, con la muerte de tu madre, se te ha presentado la tan deseada oportunidad… Pero cuídate –exclamó, con tono amenazador.
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Fuente: narrativabreve.com